Yolanda Vallejo

De pocas luces

Dice el refranero español que lo poco espanta y lo mucho amansa, o lo que es lo mismo, nos escandalizamos por pamplinas y ni nos inmutamos por las cosas realmente serias

Yolanda Vallejo
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Dice el refranero español que lo poco espanta y lo mucho amansa, o lo que es lo mismo, nos escandalizamos por pamplinas y ni nos inmutamos por las cosas realmente serias. Lo urgente –decimos para justificarnos– se impone a lo importante; y nos quedamos tan tranquilos. Suele ocurrir; la gota que colma el vaso es siempre la más insignificante, pero sus efectos son devastadores. Así lo aprendimos de pequeños cuando estudiábamos historia, a los grandes acontecimientos les precedían unas causas profundas y luego una causa inmediata, que solía ser una pamplina tipo telegrama de Bismarck o algo por el estilo, generalmente un chisme. El chisme siempre ha sido el combustible más barato y eficaz para poner en pie de guerra a las sociedades, sobre todo, cuando las sociedades están compuestas por pocos individuos que se conocen mucho.

Y alimentar el chisme ha sido, por cierto, una práctica bastante habitual de nuestros gobernantes para tenernos entretenidos con el afrecho mientras desaparecía la harina. Globo sonda, lo llaman, –de manera eufemística, pero es un chisme– y consiste en una estrategia política de testeo, que sirve para conocer la reacción de los ciudadanos frente a una medida presuntamente impopular, lo que permite dar marcha atrás sin mucho problema si el escándalo ciudadano adquiere dimensiones considerables.

De esto sabemos mucho por aquí. De chismes y de escándalos. Porque si la memoria no me falla lo hemos vivido con las barbacoas del trofeo, con las ninfas y ninfos, con la Semana Santa, y solo nos faltaba un as para hacer la mejor mano de la partida, la Navidad.

De la iluminación extraordinaria de Navidad prácticamente se ha dicho todo, o nos lo hemos dicho todo, al más puro estilo vecindona revirada. Que si las calles estarán a oscuras, que si el equipo de gobierno quiere acabar con el espíritu navideño –cual Scrooge capitalista y explotador–, que si bajará el consumo, que si no vendrá el turismo –como si el turismo hubiese venido otros años en masa a ver el derroche lumínico de la ciudad–, que si el anticapitalismo quiere acabar con el comercio gaditano –como si el comercio gaditano no estuviese ya suficientemente acabado–, que si, que si… Ya lo sabe usted. Somos lo que lo somos, y en algo nos tendremos que entretener. Pero lo cierto es que después de las declaraciones del alcalde –echamos tanto de menos alguna misiva suya– «no me parece lógico que una bombilla de más o de menos esté relacionado con el volumen de ventas», el escándalo se hizo carne y no sólo habitó entre nosotros, sino que hizo reventar el globo sonda, hasta tal punto que tuvo que volver a comparecer para anunciar que no solo tendremos «un alumbrado digno» sino que va a ser «mejor que el de otros años». Optimismo se llama eso, o ilusión, en el sentido más literal del término, es decir, la principal cualidad del iluso.

Porque al margen del ahorro energético en el chocolate del loro y al margen de ese derroche de magnanimidad con algunos barrios; al margen de las nuevas políticas y de los nuevos lenguajes, lo que es cierto, pero rigurosamente cierto, es que entre nuestros gobernantes hay pocas luces. Tan pocas luces como habrá esta Navidad. Y a estas alturas, ya no son excusas la inexperiencia, ni el desconocimiento de la administración. Ya no nos valen las herencias, ni los plazos, ni todos esos pretextos que hasta ahora han ido malgastando en justificar lo que, muchas veces, resulta injustificable.

Verá. No hace falta ser un Mozart para saber qué tecla del piano no hay que tocar bajo ningún concepto si no quiere uno cargarse la partitura. Ni los niños, ni los muertos… ni la Navidad. Porque somos animales –de costumbres, pero animales al fin y al cabo– y nos movemos atraídos por instintos. Muy básicos, seguramente, pero muy arraigados en el imaginario común. Una Navidad sin luces puede ser magnífica, puede tener medio centenar de actividades ordinarias o extraordinarias, un concurso de exorno escaparatístico, dos nevadas artificiales –¿eso no es un esperpento?–y seis balcones a la calle… pero no es Navidad.

Tal vez, si no hubiesen empezado la casa por el tejado, el impacto habría sido menor. Tanta asamblea –uy!, esto me suena a tanto Twitter y nada más lejos de mi intención– podía haber servido para sondear a la gente, al comercio, a los agentes culturales... y para llegar a un acuerdo entre todos antes de echar las patas por alto y formar este innecesario escándalo. Es evidente que una ciudad como la nuestra no puede permitirse el lujo luminario de otras ciudades –afortunadamente, por cierto, porque pienso en la calle Larios y me mareo–, y también es evidente que el modelo de financiación de la iluminación necesita algunos cambios y la implicación necesaria de los comerciantes de la zona.

Claro que mientras todos estábamos pendientes de las bombillas no hemos tenido ocasión de fijarnos en la basura bajo la alfombra. Lo urgente, ya se lo dije al principio, termina tapando lo importante. Y lo que es peor, como dijo Simone de Beauveaur, «lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra». Así nos va.

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