Yolanda Vallejo

No estamos solos

Carnaval tras Carnaval renovamos los votos con esa tradición, con la que no hace falta explicar porque la conocemos los que la tenemos que conocer

Yolanda Vallejo
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Está el mundo como para que haya siete más por ahí. Pero parece que los hay, siete mundos templados, según la NASA, ni demasiado fríos ni demasiado calientes, y tan parecidos al nuestro que incluso, puede que alberguen vida inteligente –si es que aceptamos que la inteligencia habita entre nosotros–, y algo más. A mí, como usted comprenderá, me da un poco igual que ahí afuera haya otros planetas porque como yo soy muy de Paul Eluard, pienso que todos los mundos posibles están en este. Es más, pienso que de tanto mirar hacia fuera, se nos olvida, muchas veces, que lo importante, como la belleza, está en el interior.

Y no es ombliguismo. Aunque en días como hoy, no puede uno dejar de mirarse en el espejo, espejito mágico.

Ya lo decía Bajtín, en el Carnaval los estratos sociales se disuelven y en su lugar, se establece una inexplicable convivencia entre personajes que dejan atrás sus prejuicios por unos días. Una inexplicable convivencia de la que en Cádiz sabemos mucho, y nos parece de lo más normal, tal vez porque nuestra historia ha sido siempre un carnaval. Una historia de supervivencia, cantando para espantar los males, disfrazada la mayor parte del tiempo de algo que nunca fuimos, y conjurando nuestra suerte al «hoy comamos y bebamos, que mañana ayunaremos» de las letanías medievales.

Carnaval tras Carnaval renovamos los votos con esa tradición, con nuestra tradición. Con la nuestra, con la que no se entiende más allá del caño de Cortadura, con la que no hace falta explicar porque la conocemos los que la tenemos que conocer. Con la que nos saca del agujero y nos pone los pies la tierra. La que enseñamos secretamente a nuestros niños. La que nunca será Patrimonio de la Humanidad, porque no estamos dispuestos a compartirla con nadie. Es ese Carnaval que no abre los telediarios, ni cierra las noches de la televisión autonómica. Ese Carnaval para el que no hacen falta alforjas de pañuelos ni de caña al cuello; ese que no viaja en trenes especiales, ese que no necesita de una programación programada porque está en cualquier esquina, a cualquier hora y cualquier día de esta semana eterna. Ese Carnaval que nunca verán los que vienen de fuera, porque no nace donde a uno le da la gana. Porque es nuestro y solo nuestro.

La globalización, esa perversa manera de uniformar nuestras ciudades, nuestras costumbres y nuestras ideas no ha hecho sino reafirmar el carácter aldeano de nuestra fiesta y establecer unos códigos casi secretos para que siga manteniendo intacta la herencia del auténtico carnaval. Unos códigos que solo los de aquí reconocemos; tal vez unas marcas con las que nos identificamos los que profesamos nuestra fe ciega en esta secta. Sabemos cómo hacerlo; durante los largos años en los que el carnaval estuvo bajo sospecha, vivió en la memoria –eso sí que es memoria histórica– de los gaditanos. Allí creció alimentado por los sones antiguos, aprendiendo letras nuevas, e imaginando noches que amanecían demasiado pronto. Y de pronto, hace cuarenta años que recuperamos febrero, cuarenta años que recuperamos la libertad. Poco o muy poco se ha dicho de esto, tan aficionados como somos a la conmemoración y a la recuperación de cosas. De pronto, hace cuarenta años de Los Dedócratas, de Los Mandingos, de Nuestra Andalucía, de Los Nuevos Demócratas, de Se coló Colón, de Don Anacleto y los tres analfabetos… Cuarenta años, que no son nada, si vuelve usted a escuchar las coplas «Aquí no pasa ná, esto es un cachondeo…»

¿Cómo explicarlo al que viene buscando «carnavales»? ¿Cómo decírselo al que viene jurando que muere en la Caleta? ¿Cómo desvelárselo al que grita Cai en el momento menos oportuno? Imposible, ni usted ni yo sabríamos cómo hacerlo, y hace mucho que les cedimos nuestro espacio, o que fingimos que cedíamos nuestro espacio. Nos dijeron que el Carnaval era una fuente de ingresos para nuestra maltrecha cartera, y que daba puestos de trabajo, y que tenía interés turístico internacional, y que nos hacía más grandes, y que ya no era nuestro porque iba a ser de la Humanidad entera. Y nos lo creímos, o fingimos que nos lo creíamos. Al fin y al cabo, estábamos acostumbrados. Durante siglos vinieron, vieron y vencieron, y nosotros nos dejamos, o fingimos que nos dejábamos. Total, el veneno ya lo llevábamos dentro y es altamente contagioso.

Vendrán de dónde quieran a conquistarnos, a ocupar nuestras calles, a imponernos sus leyes, a forzar nuestros horarios, a cambiarnos incluso nuestra lengua y nuestra moneda. Pero no van a poder con nosotros porque usted y yo sabemos dónde están los templos ocultos donde se veneran las letras, porque usted y yo sabemos dónde se aparece el ángel, porque usted y yo sabemos que un tres por cuatro no es siempre doce, porque usted y yo sabemos descifrar el mapa de las casapuertas que tienen entrada a la eternidad.

Y no estamos solos. Con nosotros vienen el Tío de la Tiza, y Paco Alba, y Cañamaque, y Agüillo, y el Fletilla, y Villegas, y el Peña y el Masa, y Juan Rivero, y Pedro Romero, y un pito de caña que suena a gloria.

Aprovéchese, los que vienen de fuera no lo saben. Pero esto es Carnaval.

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