Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

El negocio del ocio

El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos, como decía Pablo Milanés...

YOLANDA VALLEJO

El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos, como decía Pablo Milanés –de vez en cuando, la edad me delata– y al volver la vista atrás, caemos en la cuenta de cuántas hojas le hemos arrancado al calendario. Diez años se cumplen ya de la entrada en vigor de la llamada ley antibotellón, y de la creación de aquellos guetos alcohólicos con los que se pretendía matar dos pájaros de un solo tiro; por un lado, se contentaba a los somnolientos vecinos –la bella durmiente podría ser el eslogan de la ciudad, no lo descarte– y por otro, se ponía en práctica lo de «ojos que no ven, corazón que no siente», minimizando el problema del alcoholismo juvenil y reduciéndolo a unas coordenadas geográficas. ¡Ea niños! ¡a beber, a la Punta!

No fue esta reducción al absurdo una exclusiva nuestra. Por aquel tiempo todas las ciudades y pueblos anunciaban, a bombo y platillo, la creación de estas trincheras juveniles, de estos paraísos donde la normativa no era más que papel mojado. Fuera del territorio comanche, todo eran multas –hasta 91 se contabilizaban a finales de 2007–, todo era la ley y el orden. Veinte agentes municipales velaban porque, fuera de la Punta de San Felipe, se aplicase a rajatabla la ley seca. Dentro era otra cosa. Dentro, la peregrinación de cada fin de semana terminaba con una ofrenda de cristales rotos, de peleas, de menores en coma etílico, de robos, de vándalos –palabra que se puso de moda, acuérdese–, y de restos fisiológicos de todo tipo –y digo bien, de todo tipo–.

El proyecto de ocio de la Punta de San Felipe nunca llegó a cuajar. Ni cuando a principios de los noventa –de vez en cuando, la edad me delata– se instalaron allí unas carpas en las que amanecimos más de una vez; ni cuando la oferta hostelera apostó por una macro sala de fiestas multiusos. Cuando no era el mal tiempo, era el mal ambiente, pero lo cierto es que el proyecto de ocio de la Punta de San Felipe nunca llegó a cuajar. Tal vez porque una zona apartada, donde la concentración de público se limita a los fines de semana y donde, simplemente pasear, debería considerarse una actividad de alto riesgo para la salud, no es buen sitio para nadie. Usted lo sabe tan bien como yo, porque sus hijos ya han llegado a esa edad en la que el rito iniciático de «ir a la Punta» forma parte de sus vidas.

Por eso, que hayan pasado diez años, que el botellódromo tenga fecha de caducidad, aunque solo sea por lo del compromiso entre el Ayuntamiento y la Autoridad Portuaria para el uso de la zona, y que se abra un proceso participativo en la ciudad para decidir qué ocio es el que queremos para nuestros jóvenes, me parece una de las mejores iniciativas de este equipo de Gobierno. Porque el ocio es el negocio de todos; de los hosteleros, de los jóvenes, de los vecinos, de los padres y madres, de las asociaciones y de los representantes públicos. A todos nos afecta. Dicen los vecinos de la zona que llevan años «sin poder dormir ante el ruido que provocan los jóvenes con su transitar por la zona» –la bella durmiente, ya le dije–; dicen los hosteleros que se sienten ahogados por los costes de mantenimiento y limpieza de la zona, y el poco rédito económico que les supone mantener su actividad; dicen los jóvenes que la Punta de San Felipe se encuentra en un estado de decadencia preocupante, con escaleras destrozadas, oscuridad, mamparas rotas, pocos baños y poca higiene; dicen los representantes públicos que un lugar de ocio debe garantizar la seguridad –para las chicas, y para los chicos, señor concejal– y salubridad de los usuarios; y dicen los padres y madres –decimos–que ya está bien de que nuestros hijos solo puedan escoger entre esto, o montarse en un autobús, cargados de bolsas con botellas y vasos, y trasladarse a otras localidades de la provincia, donde van a encontrar más de lo mismo.

Porque el problema, el auténtico problema, es que no existe otro tipo de alternativa a la «movida» juvenil, y no se trata solo de una cuestión económica, aunque el concejal de Juventud asegure que «los que económicamente no tienen tanta capacidad para ir a espacios privados y comerciales tienen que acudir al botellódromo». No es una cuestión de dinero, es una cuestión de ofrecer a los jóvenes algo más que un lugar donde beber, sin más.

Una oferta, eso sí, que se ajuste a «la forma de socializar de los jóvenes» como decía Martínez de Pinillos, y que no caiga en los mismos errores paternalistas, y algo ñoños, del anterior equipo de Gobierno.

El debate está en la calle, y desde el pasado jueves está en pleno proceso participativo. Casi treinta asociaciones, cuatro delegaciones municipales y la Universidad tienen hasta mediados de noviembre para decidir, no sólo qué hacer con el botellódromo, sino qué alternativas de ocio juvenil puede ofrecer esta ciudad.

Ahí está el negocio. O nos preocupamos, de una vez por todas, de la poca gente joven que queda en la ciudad, o no nos quedará más remedio que volver a las meriendas y los bailes de los abuelos.

Y a este paso, por edad, casi que me conviene. Y a usted también.

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