Antonio Ares Camerino

Majareta

Nadie lo conocía por su nombre, Francisco Gabriel Díaz Fernández, todo el mundo lo llamaba Magandé

Antonio Ares Camerino
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Nadie lo conocía por su nombre, Francisco Gabriel Díaz Fernández, todo el mundo lo llamaba Magandé. Vendiendo caramelos envueltos en papeles con estampas de toreros se ganó la vida en el Cádiz de los años veinte del siglo pasado. Pero una locura irracional hizo que tuviera que terminar sus días en el Manicomio de Capuchinos. Por sus jardines y su pequeño huerto cantaba a voz en grito sus fandangos. La vida lo maltrató, y nunca se llegó a reconocer su valía en el mundo del flamenco. Sus cantes y pregones, improvisados y cambiantes hicieron el delirio de los aficionados que, en comitiva, lo seguían por las calles. Cuentan los cronistas entendidos, que el mismísimo Manolo Caracol cada vez que venía a Cádiz a actuar con su Compañía en el Teatro Andalucía no perdía la oportunidad de acudir al centro psiquiátrico para deleitarse con sus cantes.

El flamenco no se escucha, el flamenco no se disfruta, el flamenco se siente. Para ello hay que tener ese punto de enajenación que te hace ver la vida a través de letras apasionadas que son sentencias. Con infinitos palos que sirven lo mismo para lo más festero que para poner en bandeja al corazón del desamor.

Este pasado viernes, unos pocos, pudimos asistir a la puesta de largo de un cantaor con poso flamenco. Como buena juerga flamenca, sin mucha gente, con palmas y jaleos al compás, en la media y el tiempo justo. Nada de grandilocuencias escénicas, lo preciso para arrancarte ese pellizco que no te suelta desde el corazón a la garganta, en sentido de ida y vuelta.

Del levante hasta Santa Catalina, del Mentidero a San Sebastián, de la Viña a la Alameda, de Méndez Núñez a la Caleta. De la infancia a la madurez, de la juventud a la serenidad, de los recuerdos a los olvidos, de las dedicatorias a las confesiones. Los sones de una soleá ‘apola’ se mezclaron con unos fandangos paternos recuperados en papel amarillento. Las bulerías más festeras sirvieron de introducción a la vidalita mas tanguera. La seguiriya de la vergüenza y los tangos de la cortina. La cantiña más majara sucumbió a la nana que dio paso a un fin de fiesta pausado y con temple, sin grandes alardes pero con el regusto de la justa medida. Los tanguillos del Tio la Tiza en remembranza a Chano Lobato pusieron el toque carnavalesco.

Pudo hacerlo solo, pero mejor rodearse de amigos. Testigos y partes del éxito, el pianista Sergio Monroy, el baile de Edu Guerrero, la pincelada de gracia de Pepe ‘El caja’ y el ‘Morera’ y el arropamiento de Toma Castaña.

Raúl Gálvez con el estreno de ‘Cantiñas del Majareta’ ha puesto de manifiesto que la ortodoxia no está reñida con la novedad, que los pellizcos huyen de la pureza y anidan en ese momento único e irrepetible en el que el escenario se hace cómplice del patio de butaca.

No hace falta estar loco para sentir el flamenco, basta con ser un poco Majareta.

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