HOJA ROJA

Llévame en tu bicicleta

Hay un Cádiz que nunca existió o que solo existió donde da la vuelta el aire

Yolanda Vallejo

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Hay un Cádiz que nunca existió o que solo existió donde da la vuelta el aire. Un Cádiz que no aparece en los libros de historia, que no sabe de Estrabón ni de César, que no entiende de esplendores comerciales ni de rutas transoceánicas; que no conoce ni siquiera el fracaso, ni el sabor de la derrota, ni falta que le hace. Es un Cádiz hecho de nombres, de leyendas más que de rimas. De hijos pródigos que malgastaron su herencia en paseos eternos por las calles que llevan hacia el mar, y que nunca se fueron por más que ya no estén. Son de Cádiz, son Cádiz. Un Cádiz que nunca existió porque nadie se ocupó de dejarlo escrito, ni de contárselo a sus hijos.

Los llaman personajes, como si el término trascendiera a la persona. Personajes de Cádiz, como si no hubiese nombres, ni apellidos debajo de una sonrisa desdentada, debajo de un grito desesperado, debajo de un abrigo que se arrastra, debajo de una mirada perdida. Como si formaran parte del paisaje, como si fueran de siempre, como si fuesen de nunca. Son –o eran– el Marchena, Vicente el Largo, el Troy y su madre, la Cabiria, Rafael el Bizco, el Macarty, Carlos el Legionario, María la Yerbabuena, Paquito el del Mentidero, la Uchi… los últimos baluartes de un Cádiz que nunca existió, o que solo existió donde da la vuelta el aire.

Porque esta ciudad hecha de recortes, de retales de las sedas y los brocados que por aquí entraban a la vieja Europa, está también hecha de sus gentes, de los hijos engendrados por el Levante, de los desheredados, de los hermanos pequeños de los que dieron nombre a las calles y a las plazas. Nadie hablará de ellos, porque solo forman parte de la memoria de una ciudad a la que, cada vez más, le empieza a fallar la memoria. Serán solo recuerdos, sombras vagas, letras de un carnaval del olvido, y tal vez una bandera a media asta cuando, de pronto, alguien diga, «ya no está».

Se fue Carlos, se fue Vicente el Largo, se fue La Cabiria, se fue el Marchena… se fueron sin que nuestros hijos pudieran conservar nada de ellos. Tampoco la muerte nos iguala, porque así de injustos somos con nosotros mismos. Así de crueles nos ha vuelto esta sociedad en la que todo es tan políticamente correcto como moralmente reprobable. Nos pusimos las gafas de ver de lejos y se nos olvidaron las imperfecciones de lo más cercano. Las imperfecciones de quienes hicieron de Cádiz un lugar perfecto para crecer. Qué pocos recuerdan ya a Rafael el Bizco dando vueltas a la plaza de España, o al Marchena Picuito con las dos piedras en los bolsillos –o en la leyenda–, o a Carlos cuando desfilaba como la majorettes de Montpellier…, pero crecimos con ellos. Y aprendimos, con ellos, que ser diferentes es una obviedad, pero que ser iguales es un logro social, un derecho, y que lo olvidamos con demasiada frecuencia.

La Uchi ha sido la última en irse. Se fue el viernes por la mañana, de manera tan inversamente discreta a lo que había sido su vida. También pertenecía a ese Cádiz que nunca existió. A un Cádiz en bicicleta cuando no había carril-bici, a un Cádiz de soldados en los cuarteles, a un Cádiz de municipales uniformados, de guardiamarinas de Elcano, de coches-choques en Santa Bárbara, de socorristas de La Caleta. A ese Cádiz que le gritaba «Uuuuuchiiii», y que al que ella le contestaba con el primer disparate que se le ocurría, utilizando un código tan de aquí que solo aquí se entendía.

Con su bicicleta iba persiguiendo sueños –siempre vestidos de uniforme–, que tal vez –quién lo sabe– se convirtieron en pesadillas, con los años, con una madurez que encajaba poco en su desdentada sonrisa. Formaba parte de su barrio, tanto como las caballas o las cañas del país que ya no se ven en los balcones. Tanto como la Petróleo y como el cuadro de la Virgen, pero era Cádiz en estado puro. Ese Cádiz que, a veces, nos avergüenza cuando lo vemos a través de las cámaras, pero que siempre nos enamora cuando lo vemos a través de sus atardeceres. No es un Cádiz oculto, es nuestra patria.

Porque, si como decía Rilke, la infancia es la patria del hombre, mi infancia estuvo habitada por todas estas personas –me niego a llamarlas personajes- que desde la extravagancia, desde la excentricidad, desde la soledad, o desde la inocencia, me enseñaron a respetar las diferencias y a convivir perfectamente con ellas. Sin exigir nada, sin esperar nada.

Eran otros tiempos, es verdad. Tiempos en los que se perdía el tiempo conociendo a nuestros vecinos, jugando en las calles, perdiéndonos en casapuertas oscuras. Tiempos en los que no hacía falta aplaudir el ocaso del sol, porque sabíamos que cada mañana volvía a salir de nuevo, y por el mismo sitio. Tiempos en los que quisimos que la Uchi nos llevara en su bicicleta.

Tiempos de un Cádiz que ya no existe, y que nuestros hijos ni siquiera podrán recordar.

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