José Landi - OPINIÓN

Impudicia

Entre la ocultación y la exhibición, entre negar el desahogo y el uso sistemático, deben de distar kilómetros

JOSÉ LANDI

Al primero que recuerdo es al atleta pluscuamperfecto que ni suda, al que jamás vieron despeinado. Lloró al perder Wimbledon. Pero llorera. Cara encogida y barbilla temblona. Me impresionó. Pero la repetición y el asombro son agua y aceite. Desde entonces, no hay despedida de un deportista, derrota sonora, sin sus buenos jipíos y sus mocos. Hasta las leyendas italianas, antaño conocidas por repartir mascazos como teleras, se rinden a la tendencia líquida. No hay premio artístico que se recoja sin melodramática oda a marido, madre o hijos. Hasta los triunfos políticos (tan reversibles y enrevesados) se celebran con abrazos largos quebrados por la emoción.

Los lugares comunes hacen mucho mal. Los tópicos son pereza y como bostezos se contagian. Alguien dijo una vez que los sentimientos había que mostrarlos, siempre, que no hay de qué avergonzarse. Otro soltó el tifus del «sé tú mismo», como si –ojalá– tuviéramos alternativa. Y lo creyeron millares. Entre la ocultación y la exhibición, entre negar el desahogo y el uso sistemático, deben de distar kilómetros. Seguro, hay espacio para un discreto punto medio. Ahora, ese lugar llamado vergüenza, pudor, parece lejano como aquella galaxia. Es la era de la impudicia, de la retransmisión de la evidencia y la intimidad.

No basta con sentir algún tipo de nacionalismo o patriotismo, de fe cofrade o penitencia. Hay que colgarlo y decirlo. Todo. Ya. Las fotos del café. La cena jovial del exilado/oprimido. El amor se tiende fuera del comedor, por la ventana. Que se vea ¿Qué pasa? Si no lo digo yo, quién lo va a decir, pregunta el impúdico. Durante siglos acordamos que algunas cosas no se decían siempre y a todos. Sería por alguna razón basada en la experiencia y la lógica, me contesto.

Cualquier actitud modifica su composición al ser expuesta al aire y la luz, a pantalla o papel. La donación se vuelve caridad, lucimiento. La solidaridad, pose. El beso, burla. Los gestos cívicos, el trabajo, se convierten en alarde. Las relaciones incumben a sus dueños y exponerlas equivale a ridiculizarlas. Si es por humanizar a empresario, artista o político, pierdan cuidado los exhibicionistas: ya sabíamos que eran humanos. A ratos, demasiado.

Si mezclas –con agravante de divulgación– vida personal y política o laboral, corres el riesgo de provocar preguntas: ¿qué tiene que ver eso con los problemas colectivos, los que les encargamos? ¿o con su obra? ¿y con los niños pobres y los parados? ¿qué buscan? ¿en la nueva política trae cuenta trabajar con pareja? ¿es obligatorio? ¿cuántas salen? ¿hay dos por uno en nóminas? ¿lucir amor es el nuevo «y tú de quién eres» tan rentable en la vieja política cástica y en la empresa caspósica? ¿es como ser ‘hijo de papá’ o ‘hermana de’ versión millenial? ¿es otra forma de jugar con ventaja?

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