Yolanda Vallejo

#Hablamos?

La omisión ha sido el pecado capital de los españoles en los últimos veinte años. El dejarnos llevar, el mirar para otra parte, el votar de manera irresponsable

Yolanda Vallejo

Ahora que está el mundo pendiente de nosotros, es el momento de mirarnos en el espejo. No en los espejos deformantes que, a la puerta de este circo, nos devuelven una imagen grotesca de lo que somos; sino en el espejo del tiempo, el implacable juez que a cada uno lo pone en su sitio. A veces las preguntas asustan más que las respuestas, y el ¿cómo hemos llegado hasta aquí? se plantea como la ecuación más difícil que hemos de resolver, ya que ninguna de las incógnitas puede ser despejada buscando denominadores comunes. «Caminando en línea recta –decía El Principito– no puede uno llegar muy lejos». El camino, el que dicen que se demuestra andando, llega hasta aquí. Desde este punto, ya no hay hojas de ruta, ni atajos, ni líneas rojas que cruzar; ni puentes, ni puertas, ni senderos conocidos. Solo la incertidumbre de algo terrible que sabíamos que ya ocurrió alguna vez, pero que ni en nuestras peores pesadillas, se aparecía de un modo tan real, tan terriblemente real.

Somos la prueba evidente del fracaso político. No del fracaso ideológico, ni del fracaso institucional, ni siquiera del fracaso social. Del fracaso político, en el sentido más literal del término –actividad del ciudadano cuando interviene en las cosas del gobierno y en los negocios del Estado con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo–, porque todos tenemos responsabilidad en esto; de palabra, de obra y hasta de omisión, y si me apuran, no en este orden precisamente. Porque la omisión ha sido seguramente el pecado capital de los españoles en los últimos veinte años. El dejarnos llevar, el mirar para otra parte, el votar de manera irresponsable… y el lamento medieval cuando la leche ya está derramada. Nunca se nos dio bien lo de distinguir lo importante de lo urgente, las voces de los ecos, que decía Machado. Y los cantos de sirena no tienen partitura.

Pero ahora que ya estamos en el borde mismo de nuestros propios abismos, conviene parar y analizar los sentimientos que en la última semana se han ido posando en nuestros hombros. Indignación, miedo, impotencia, rabia, solidaridad, odio, admiración, culpa, tristeza…. Sentimientos encontrados –que frase hecha más tonta– que definen nuestra indefinición. Somos demócratas, constitucionalistas, legitimistas, pero también somos patriotas, idealistas, sensibles; y somos blandengues y duros; y somos tolerantes y rectos; y somos tercos y dialogantes. Y en esa dicotomía tan maniquea somos muy fáciles de manipular. Muy fáciles.

La manipulación, ya lo sabe, es la herramienta con la que se pone en marcha el motor del adoctrinamiento. Su profeta sabemos quien fue, pero me niego a nombrarlo en este contexto –ya ve, yo también caigo en la trampa de que lo que no se nombra, no existe–. El ministro de propaganda más siniestro de la historia desplegó con orgullo un muestrario de estrategias para consolidar su ideología. Un muestrario convertido en manual de instrucciones: Simplificación, contagio, transposición, exageración, vulgarización, orquestación, distracción, verosimilitud, viscerabilidad, y por último, el principio de unanimidad, o lo que es lo mismo, convencer a las masas de que existe una simpatía unánime por el gobierno y sus líderes. Aplíquelo ahora, sin miedo –bueno, con un poco de miedo sí, para qué desperdiciar el valor en esto- a eso que ya se llamará en los libros de historia «el desafío independentista», y puede que vaya entendiendo muchas más cosas.

Y puede que entienda que hay una generación teletubbie para la que todo tiene una repetición, una segunda vez, otra oportunidad. Y entienda que esta generación –no necesariamente cronológica– se mueva por un buenismo y un pacatismo absolutamente irracionales. Y entienda hasta por qué los niños de hoy siguen creyendo en los Reyes Magos.

La República Independiente de los Países Catalanes es tan de cartón piedra como el principado de Genovia, ese lugar en el que reinaba Julie Andrews. El problema es quién se lo dice a los millones de catalanes que aún se creen la mentira repetida de Puigdemont. Quién gestionará sus frustraciones. El Gobierno español es tan irresponsable como mi hijo, que lo deja todo para última hora. El problema es quién se lo dice a los millones de personas que lo han votado. Quién gestionará sus frustraciones.

Hay una plataforma ciudadana apartidista –o eso dicen– que en los últimos días ha ido ganando peso en la opinión de la calle. Una iniciativa que denuncia la inoperancia de las instituciones políticas y que defiende que «España es un país mejor que sus dirigentes» –cosa que no quiere decir nada, pero bueno– y que ayer convocó manifestaciones en todas las ciudades españolas con el color blanco como única bandera. #Hablemos? exige una solución basada, en «la gente, el diálogo y la convivencia». Como campaña de propaganda, no está mal; como ejercicios espirituales, tampoco, como carta a los Reyes, tampoco – de hecho, hablan en su manifiesto de sacar un papel y escribir, incluso– pero conozco a alguien que piensa mal de manera preventiva, y termina por acertar todas las quinielas. Llegados a este punto, hablemos, pero dígame ¿Con quién? ¿De qué? ¿Para qué?

Todo es demasiado triste y como decía El Principito «cuando uno está verdaderamente triste son agradables las puestas de sol…»

Pues ya sabe, en Cádiz tenemos las más bonitas del planeta. O eso dicen.

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