Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

El fraude

El fraude está en nuestra cadena genética de la misma manera que el color del pelo o de los ojos

Yolanda Vallejo
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Se nos hizo tan corto y tan fácil el trayecto entre la boina y la cesta con el pollo y el trolley de cabina en los vuelos baratos que hasta llegamos a creernos lo del estado de bienestar y lo de los perros atados con longaniza. Éramos ricos y, por primera vez, podíamos mirar por encima del hombro a alguien.

Fue entonces cuando nos hicimos solidarios, porque acostumbrados históricamente –a la costumbre histórica le deberían dar el mismo tratamiento legal que a la memoria– a ser siempre los menesterosos, la posibilidad de sentirnos como Doña Encarna la de 'Plácido', abría ante nosotros un horizonte único y nuevo, el de sentar un pobre, fuese el pobre que fuese, a nuestra mesa.

Dicen que somos uno de los países más solidarios, a pesar de que el refrán castellano lo deja bastante claro: «no pidas a quien pidió, ni sirvas a quien sirvió» y nosotros tenemos, desafortunadamente, más experiencia como siervos que como propietarios.

Pero en fin, ahí están los datos, y dicen que somos un país solidario.

Lo mismo nos volcamos con un desastre natural que con la hambruna de un continente entero, sin preocuparnos mucho de si llega, o no llega, nuestra ayuda a alguna parte. Somos así, y no lo podemos evitar, nos conmueven las causas que se apellidan solidarias.

En otro tiempo fuimos un país de timadores, en un tiempo en el que la ignorancia y el hambre que siempre hemos arrastrado –ahora también, aunque lo disimulemos mejor– nos convertía en presas facilonas de cosas como el toco-mocho, la estampita, el nazareno, el heredero desahuciado… timos todos ellos con unos matices asquerosamente carpetovetónicos que mezclaban la desgracia y la avaricia de una manera tan magistral que apenas dejaban rastro, ¿quién iba a confesar públicamente que había sido engañado, después de haberse aprovechado de la inocencia de un disminuido psíquico? ¿Quién iba a denunciar la estafa si previamente había jugado a ser estafador?

El fraude está en nuestra cadena genética de la misma manera que el color del pelo o de los ojos. Unas veces se manifiesta de una manera, y otras se transmite como gen recesivo, latente hasta que se presenta la oportunidad. Que casi siempre se presenta, no le quepa duda. Llámese contrato para mi hijo, llámese concurso público, llámese apadrinamiento, llámese como quiera… el fraude está a la vuelta de la esquina y es demasiado tentador caer en él.

La literatura está llena de fraudes. Bueno, la literatura, el cine, y la vida real. Desde Carlo Ponzi a Milli Vanilli pasando por Mr. Ripley y su talento, hemos sido testigos –cuando no víctimas– de grandes estafas que no hemos sabido reconocer como tales, hasta que nos ha estallado como una bomba en toda la cara. Y aunque después de visto, ya se sabe que todo el mundo es listo, mientras sí o mientras no, hemos estado haciendo el primo.

Por eso y porque la fibra sensible es la más utilizada para tejer los fraudes, es por lo que el caso de la niña con tricotiodistrofia y la extraña solidaridad, ha conmovido a todo el país. La combinación infancia-enfermedad es un éxito asegurado; no nos engañemos ¿qué no seríamos usted o yo capaces de hacer por devolverle la salud a uno de nuestros hijos? ¿A qué puerta no llamaríamos, qué puente no cruzaríamos? ¿Qué mala persona seríamos si no contribuyésemos a tan noble causa?

Ahí lo tienen. Lo demás, ha sido coser y cantar; y recaudar más de trescientos mil euros. Porque ya les dije antes que somos un país solidario, y bastante ingenuo, por cierto.

El padre de la criatura tiene un gran currículum como estafador, aunque ninguno de sus estafados se había atrevido a señalarlo con el dedo, –ya le dije antes del vergonzante papelón del timado– y llevaba años haciendo negocio con la quebrada salud de su hija, sin que nadie cuestionase su relato ni sus procedimientos.

Ha sido la ingenuidad –o no– de Pedro Simón –al final, sin darse cuenta ha sido el que ha señalado directamente al emperador que va desnudo– quien la semana pasada publicaba la tremenda historia de abnegación y valentía de este padre, la que ha destapado el engaño. Sin embargo, lo curioso, lo terriblemente curioso, es que el blanco de la diana no se haya situado en el timador sino –en este caso– en el timado.

En este país solidario, lo que verdaderamente ha escandalizado no ha sido la actitud desalmada del padre, sino la poca profesionalidad de un reportaje que no contrastaba ni comprobaba la información que se daba, como si aquí estuviésemos muy acostumbrados a la credibilidad y a la fiabilidad de todo lo que se publica. Nos ha vuelto a pasar, mezclamos las voces y los ecos, lo real con lo verosímil, las churras con las merinas, la vida de verdad con la del Facebook.

En este país todo el mundo da lecciones. De moralidad, de integridad, de dignidad, de ejemplaridad, de solidaridad incluso. De todo sabemos. De lo que aún parece que no nos hemos dado cuenta es de que, en este país, estamos tan acostumbrados a lo fraudulento que cualquier otro modo de comportamiento nos parece sospechoso.

Al fin y al cabo, todos hemos hecho alguna vez el primo, y se nos nota tela.

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