Yolanda Vallejo

Espectáculos de calle

De éxito también se muere. Solo hay que mirar atrás y aceptar que tanto barroquismo es un claro síntoma de decadencia

Yolanda Vallejo
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De pequeños nos enseñaron que lo de los tres órdenes clásicos de las columnas griegas era solo una metáfora de lo que fue la civilización helénica. Dórico en sus inicios, sobrio, simple y puramente arquitectónico; jónico cuando la cosa fue a mayores, y había que alardear un poco, y rematadamente fantasioso en el corintio con aquellas hojas de acanto –sigo sin saber qué es exactamente un acanto– y aquel derroche de estrías en los fustes de unas columnas, que apenas servían de sustento a unos edificios proyectados para exhibir el poder absoluto. Roma, que siempre tuvo una ambición más pretenciosa y más cateta que la refinada Grecia, siguió retorciendo columnas y echándole estopa a los capiteles, hasta que ardió Roma mientras Peter Ustinov tocaba la lira.

Porque así nos lo enseñaron, con esa simpleza tan efectiva. Albor, esplendor y decadencia, tres términos mágicos con los que explicar la historia de las civilizaciones. Tremendamente práctico, por cierto. En los albores todo es sencillo y racional, en el esplendor impera la elegancia; y la megalomanía y la deformidad apadrinan la decadencia hasta sus últimas consecuencias. Y ahora, aplíquelo a lo que quiera; de la Expo’92 –veinticinco años se cumplían esta semana– al aeropuerto de Castellón, del soterramiento hasta la pérgola de Santa Bárbara; de las entrañables reuniones familiares en la playa a las salvajes barbacoas del Carranza, de la simpleza de Paco Alba al Liceo de Barcelona… fácil ¿no?, albor, esplendor y decadencia. Lo bueno, es que no hace falta ser un lince para entender las señales, y a la más mínima saltan las alarmas «esto se nos está yendo de las manos». Ahí lo tiene.

Y cuidado que con esto no estoy diciendo que lo del Liceo me parezca algo así como el ocaso de lo dioses –o quizá sí lo estoy diciendo–, pero no me negará que tanto rollo de libertad, de frescura y de calle como bandera, no casan muy bien con el mástil encorsetado de un teatro concebido para espectáculos burgueses. En fin. Que de éxito también se muere, aunque las estadísticas no digan nada al respecto. Solo hay que mirar atrás, aun a riesgo de quedarnos tiesos como la esposa de Lot, y aceptar que tanto barroquismo es un claro síntoma de decadencia. Y no lo aplico solo al Carnaval, que al fin y al cabo, puede entenderse como un motor generador de empleo y de riqueza, una industria que, reinventándose, nos puede sacar de más de un apuro.

Pero sí lo aplico a otra de las C de nuestra ciudad –se acuerda aún de lo de la CCC, ¿no?– y no puedo dejar de pensar en las hojas de acanto. Verá. Dejando al margen la ética –en la que no me apetece nada entrar–, la Semana Santa se mueve por los caminos de la estética, no estoy descubriendo nada nuevo. Una estética hecha de olores, de sabores, de sonidos… lo que podríamos llamar una experiencia hecha para los sentidos que despiertan cada primavera. Limitada en el tiempo –una semana– y en el espacio –la calle– guardaba un equilibrio perfecto. Pero claro, la sombra del desorden de los órdenes es muy alargada y estirando, estirando, el exorno –qué palabra– de acantos nos impide ver el bosque.

De lo que se conocía como vocabulario cofrade –cuyos cimientos pusieron Francisco Javier Prado y José Manuel Prieto hace ya treinta años- a la híper verborrea léxica de los últimos tiempos no hay solo un fenómeno de «sevillización» como han querido señalar algunos, sino un definido camino hacia la perdición. «Función principal de instituto», «ságrada cátedra», «protestación de fe», «diputado de tramo», «papeleta de sitio», «crisis del capirote»… y toda esa jerga que acompaña a la Cuaresma y que no hace sino enrarecer el ambiente. Porque al mundo cofrade le está ocurriendo lo mismo que al del Carnaval. Meses de preparativos, complejísimos trámites burocráticos, dimes y diretes, volutas y fustes estriados.

Confieso que en el fondo me encanta esto del barroquismo cofrade. El reparto de túnicas –informatizado y complejo en muchos casos–, la presentación de carteles y carteles y carteles, los «cultos» –metonimia que sirve para casi todo–, los altares –con viajes en el tiempo a los años cuarenta incluidos–, los traslados, los vía crucis, el pregón, la entrega de las tapas del pregón, los gemelos del pregonero, las croquetas en casa del pregonero, los exornos florales –¿qué opinas del fixo? le preguntaron a un florista en un programa cofrade el pasado miércoles–, la toma de horas, el acoplamiento, el nomenclátor musical… en fin, todo un derroche de energía que, de una u otra manera, termina por pasar factura.

Y la factura –que ya sabe usted que es alta– viene siempre envuelta en forma de absurdas polémicas. Juntas de gobierno que dimiten, actos que se suspenden, malos entendidos –o no– con el Consejo de Hermandades, declaraciones airadas, pataletas de niños chicos de «po ahora no salgo»…

Auténticos espectáculos de calle, que aceleran el declive irremediable de esto. La Semana Santa en Cádiz era jónica y ahora anda de un salomónico que espanta. Es cuestión de tiempo. No solo se han cargado la ‘madrugá’, pero por algo se empieza.

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