Chapu Apaolaza - Opinión

Equivocarse

Lo inverosímil es que un padre haya exagerado la enfermedad de su hija y la suya propia para engañar a la gente

Chapu Apaolaza
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España, a la que se le dan tan bien los nudos de las sogas, ha cargado las tintas contra Pedro Simón, el compañero de ‘El Mundo’ que se comió una posible estafa envuelta en la historia de un padre que pedía dinero para salvar a su hija. (Háganle un favor a la cría y olviden su nombre).

Simón, que se ha excusado con profundidad sincera y casi japonesa por no haber comprobado los datos de la historia, ha sido el centro de una tormenta de indignación sobreactuada, que es para lo que ha quedado este país. A veces veo a España como una gran empresa de lecciones por correspondencia, el jurado enfurecido de un talent show.

Esa masa crítica de la pira y el bidón de gasolina se ha encargado de dejar claro que era poco creíble que un padre viajara a Afganistán a buscar en una cueva a un médico para su hija.

No les resulta creíble porque, ocupados en su eterna caza de brujas, no han hablado con suficientes padres como para saber que son capaces de viajar a Marte por salvar a un hijo. Las plantas de oncología infantil le dejan a uno la credibilidad como un bebedero de patos.

Lo difícil de entender no es que un padre se deje de tratar un cáncer por salvar a su hija; lo inverosímil es que un padre haya exagerado la enfermedad de su hija y la suya propia para engañar a la gente. Esa era la verdad inconcebible.

Pedro Simón erró por ser una persona. El periodista de verdad, uno como él, no es otra cosa que un hombre en una tormenta. El retrato robot del reportero es el de un tipo con poco tiempo, poca pasta, mucha cafeína, un coche generalmente viejo, sucio y abollado y una demanda de divorcio en el escritorio, un ser en las últimas que recorre el mundo con el error apuntándole las sienes.

El desliz en el reportero es el balazo en el soldado. El que en este oficio no haya metido la pata es porque no ha movido un dedo. En esta guerra, el que no ha recibido un tiro es porque no ha estado en la batalla. Yo también he cometido errores.

También publiqué una historia de un padre enloquecido por salvar a su hijo con un tratamiento carísimo en EE UU. No pedí un solo papel. Me bastó el testimonio de sus dedos temblorosos sujetando un pitillo detrás de otro y el ruido del aire pasando por el cañón de angustia de su garganta, su manera de excusar al chaval que no se despedía y admitió que nunca decía ‘Adiós’ a nadie. Lo titulé ‘El niño que no dice adiós’.

Consiguieron el dinero, viajó a Oklahoma y trataron al crío. Simón podría haber sido yo, pues tampoco comprobé la historia. Hoy no se me ocurriría saltar a ese abismo, pero ¿quién pensó en blindar las cabinas de los aviones antes de que Mohammed Atta estrellara el vuelo 11 de American Airlines contra el Word Trade Center?

Una vez me preguntaron qué era lo que me daba más miedo de mi profesión y creo que lo que me aterra es la certeza. En una redacción, una de las últimas frases de un periodista antes de ser despedido, el principio del fin, las dos palabras que debieran hacer saltar todas las alarmas son estas: ‘Estaba claro’. Aplíquese también ahora.

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