OPINIÓN

¡Ave, Emma!

Si algo distingue a los arqueólogos de casapuerta que somos los gaditanos es que una vez hecho el descubrimiento nos importa un pepino

Yolanda Vallejo

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De todos los oficios que llevamos dentro los gaditanos, es el de arqueólogo –o arqueóloga, no se me vaya a ofender alguien– el que exhibimos con más orgullo, y con más frecuencia. Es también el que nos tomamos más en serio, quizá porque llevamos siglos preparándonos para ello, y porque –para qué vamos a engañarnos– vivimos en una ciudad que vomita historia por cualquier grieta. Todos los que vivimos en casas antiguas estamos más que acostumbrados a encontrarnos con antepasados al cambiar una tubería, o al resanar un muro. Un catálogo de losas hidráulicas de 1901 apareció entre las vigas en una habitación de mi casa, así, como si tal cosa. Como si los antiguos inquilinos nos hubiesen enviado la cápsula del tiempo con una advertencia, cuidado con lo que hacéis, que seguimos por aquí. Responsabilidad histórica, se llama eso. Usted lo sabe tan bien como yo, porque la rehabilitación en Cádiz lleva consigo un máster de arqueología; si no, que se lo digan a Pelayo Quintero Atauri, que vivió durante años, encima de la Dama de Cádiz, sin saberlo. O sabiéndolo, qué más da.

Y es lo que tiene vivir en una ciudad construida sobre sí misma y, casi siempre, contra sí misma. Reutilizándose, reaprovechándose, enterrándose y desenterrándose. Amontonándose, hacinándose y confundiéndose unos restos encima de otros. Que levante la mano el que de niño no escuchó cientos de veces que los abandonados pilares de los Baños del Carmen, que la bajamar deja al descubierto cada día en la Alameda, son en realidad los restos de un Cádiz que se hundió. Que levante la mano el que no ha oído historias tenebrosas ocurridas en las Cuevas de Mariamoco, en cualquiera de ellas, porque en este Cádiz, ya se sabe, cualquier boquete es la Cueva de Mariamoco. Historias de pasadizos, de templos sumergidos, de ánforas cargadas de monedas de oro, de piedras trimilenarias… Todos sabemos tanto.

De lo que más, por supuesto, del periodo romano. De ese Gades que todos conocemos como la palma de nuestra mano, quizá porque en el imaginario colectivo se nos presenta como el más aristocrático y señorial de todos nuestros Cádiz. Aquí estaba el anfiteatro, y aquí la necrópolis, y aquí la fábrica de salazones, y aquí nuestra imaginación teje los hilos que le faltan al complicado tapiz de la historia, supliendo con parches, si es necesario, los rotos y los descosidos del paso del tiempo. Todos llevamos un romano dentro. Y todos somos capaces de identificar y de datar con precisión cualquier pelote que nos salga al paso. Romano, casi siempre. Del tiempo de los romanos, para más señas.

Hasta la semana pasada muy pocos sabían lo que era un atanor. Tal vez porque la pieza machihembrada de un acueducto no estaba en el catálogo sentimental de nuestra arqueología doméstica. Ya sí. Gracias a Emma y a su paseo triunfal destrozando el litoral, volvió a ocurrir. Y estaba la playa igual que una feria, aunque en esta ocasión, en vez de duros columnarios, la arena escupió los restos de una calzada, a la que en principio todo el mundo –todo el mundo– puso apellido. Calzada romana, evidentemente. Aquí, a lo grande. La Vía Augusta en perfecto estado de revista. Y atanores, también a estrenar. Restos del acueducto más complejo del Imperio, e idénticos a los que ya teníamos puestos a disposición de los vándalos, en Asdrúbal o en Varela. Porque si algo distingue a estos arqueólogos de casapuerta que somos los gaditanos es que, una vez hecho el descubrimiento, y gastada toda la pólvora en las salvas de rigor, nos importa un auténtico pepino –no de mar, no me malinterprete ahora– la suerte que corran los restos. Lo del acueducto es un ejemplo, la fábrica de salazones otro, los columbarios de General Ricardos, otro ejemplo más; e incluso el Teatro Romano, que ahora empieza a salir de su letargo, fue durante muchos años una colección de escombros como otra cualquiera.

Mucho cuento es lo que hay. Y como en los mejores cuentos, al dar las doce, la Vía Augusta se convirtió en una vulgar carretera del siglo XVIII –entiéndame, lo de vulgar es por cotidiana– y los atanores ya habían salido en la pedrea del temporal de 1997. Nada nuevo bajo el sol.

O tal vez sí. Porque en este caso, la conciencia ciudadana actuó más rápida que los descuideros, y la actuación impecable de miembros de ADIP facilitó el trabajo del arqueólogo municipal –este sí es de verdad– y de las autoridades para evitar un expolio o quizá algo peor. Y sirvió para algo mucho más interesante; sirvió para que, por primera vez, las autoridades locales empiecen a darle auténtico valor a lo que tienen entre manos.

La licitación de un proyecto inminente para proteger la arqueología urbana es una gran noticia. Que se limpien los restos arqueológicos expuestos en parques y calles de la ciudad, que se rotulen convenientemente, que se pongan en valor –qué poco me gusta esta expresión– las muestras de nuestro pasado que nos acompañan a diario, dice mucho a favor de una ciudadanía que madura, que crece en civismo y que entiende, cada día más, que el pasado perfecto solo se puede conjugar en presente.

¡Ave, Emma! los arqueólogos de Cádiz, te saludan.

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