José Manuel Hesle

El drama rohingya

El drama se perpetúa en éste otro lugar del planeta

José Manuel Hesle

Arakan es Srebrenica o Alepo. Birmania es Bosnia, Yemen o Siria. Kutupalong o Nayapara son Idomeni. Las costas de Malasia son las playas de Mangueta o de Lesbos. Bangladesh respira inquieta, el Ganges purificador la defiende y desparrama su vida hecha llanto sobre el golfo bengalí. Tailandia toca madera. El gobierno birmano de perfil, como si la situación no fuera con ellos, y mudo, a pesar de que la crueldad y el odio contra los rohingyas rezuma ya por todos los poros del país.

El drama se perpetúa en éste otro lugar del planeta. Más de la cuarta parte de la población rohingya que se asentaba al noroeste de Birmania ha sido forzada a abandonar sus casas en el estado de Rakhine o Arakan, empujados por el horror y la violencia indiscriminada. De manera cómplice autoridades, grupos anti etnia rohingya y budistas bamar o radicales vienen perpetrando ataques contra barrios y pueblos musulmanes. Human Rights Watch, en un informe de 2013, considera que estas organizaciones han cometido crímenes de lesa humanidad y les involucra en la destrucción de mezquitas, oleadas de detenciones y bloqueo a las agencias humanitarias para privar de auxilio a los desplazados. A finales del pasado mes de agosto, un reguero interminable de mujeres, madres con recién nacidos, familias con hijos pequeños y menores abandonados ha vuelto a atravesar la selva y las montañas en dirección a la frontera bangladesí, en cuyos campos improvisados ya se hacinan más de 380.00 refugiados. En su desesperación, 94.000 personas, se han arriesgado a embarcarse a bordo de precarias embarcaciones para surcar las agitadas aguas del Indico, rumbo a islas cercanas o poblaciones malasias. Muchos están cayendo en manos de traficantes de esclavos.

Son minoría en un país de 52 millones de habitantes y musulmanes, donde el 90% de la población es budista. Dicen ser descendientes de comerciantes árabes y soldados mongoles, turcos y bengalís asentados aquí en el siglo XV, pero no son reconocidos como tales por el gobierno birmano, quién les declaró apátridas en 1982 y les sometió a severas restricciones. La ley les obliga a solicitar autorización para viajar o trabajar fuera de sus aldeas y para casarse. Determina también el número de hijos por pareja, lo que está provocando que miles de niños se encuentren en situación irregular por el miedo a ser declarados. Tienen además limitado el acceso a la alimentación, la salud y la educación.

El padecimiento infringido por la segregación institucionalizada a que se somete a los rohogyas ha propiciado la aparición del Ejército de Salvación del Rohingya de Arakan (ARSA), cuyos ataques a los puestos fronterizos y el asesinato de policías ha desencadenado una campaña sistemática de persecución y deportación, de ejecuciones, violaciones, quema de aldeas y disparos contra civiles en fuga. Naciones Unidas ha definido el escenario como un nuevo capítulo de limpieza étnica al que se ha de poner fin.

Tras una reconocida trayectoria de resistencia no violenta en la lucha por la democracia, los derechos humanos y la conciliación étnica por medios pacíficos, Aung San Suu Kyi, Consejera de Estado y Nobel de la Paz, se debate entre la conveniencia de mantener el apoyo de la mayoría étnica en el país o aplicar su propia máxima de que «donde no hay justicia no puede haber paz segura» y de que la medida de aquella es «la cantidad de protección que se garantiza a los más débiles».

Mientras, la desesperanza y el dolor se acomodan ahora junto al rio sagrado.

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