Francisco Apaolaza

Coyoacán una mañana

Con la fiebre del insomnio regreso a las notas que tomé en una placita de México sobre un cuaderno

Chapu Apaolaza

Con la fiebre del insomnio regreso a las notas que tomé en una placita de México sobre un cuaderno. «Coyoacán una mañana. Hélices, mariposas, globos de colores, bicicletas, viyuelas, un xilófono a lo lejos, avioncitos de papel. Tamales, elotes, papelillos que vibran en el aire. Olor a café y a aceite hirviendo. Es este un mundo de alas de mariposa a punto de echar a volar, de desaparecer, de disolverse». Vuelvo a esas notas zombie de mí mismo como si volviera a un mapa, pues en la estructura, la forma y los matices de las letras escritas sobre el terreno siempre late algún tipo de instrucción borrosa, una interpretación velada. Hoy creo que en esas notas prendía la fragilidad infinita de lo que vendría después. En ellas está Ciudad de México como un universo que se sabe a punto del colapso, un mundo a la espera de la sacudida.

Manolete viajó a México a torear y a ser feliz. Yo tomé el avión para ver torear a José Tomás. Iba en busca de la verdad. Recuerdo el eco de un silencio líquido entre las pirámides de Teotihuacán, los frescos de colores, la serpiente emplumada y a aquellos hombres que vendían dulces en la México, el pasillo de entrada al coso excavado en las entrañas de la tierra como una mina y la banda patibularia tocando mecánicos pasodobles en una covachita de la plaza como una verbena en la galería de una cárcel. Estaba la Monumental hasta arriba de gentes venidas de todo el mundo para ver aparecerse a Dios, eléctricos, nerviosos, alegres como se hubieran citado con una civilización extraterrestre. Recuerdo ahora la mirada de los organilleros del Zócalo con sus uniformes, sus monitos de peluche y sus melodías imposibles, que se insinuaban con ojos amables y desorientados como porteros de una dimensión desconocida. Viajé en busca de la verdad y no la encontré, porque la verdad no existe. La verdad era la búsqueda.

Es de noche. Entre la nube de cascotes, de llanto, de polvo, de sirenas y de ladridos de perros enloquecidos, una joven saca el teléfono y se pone a grabar a la multitud. Desde dentro de un coche, con la voz anudada por el lamento acierta a decir: «Están cantando», y era verdad. «De la Sierra Morena, cielito lindo, vienen bajando un par de ojitos negros de contrabando». Más allá, a los pies de las termiteras de escombros de los edificios derrumbados se guarda silencio para escuchar las voces de auxilio de los atrapados. De nuevo, ese mundo cantando a las puertas del apocalipsis, como la contradicción de un país dual entre el drama y la alegría. México de la serpiente en las garras del águila y de los boleros de seda de ‘Los Panchos’. México del orgullo y de la vergüenza de las lecciones no aprendidas, del civismo y la educación y también de las mordidas, de Siqueiros y la guerra del narco. Del terremoto del 85 no se supieron ni cuántos muertos -miles- y cambiaron las reglas de edificación en una ciudad levantada sobre los lagos como un gigante con pies de gelatina. El resto, se lo pueden imaginar: corruptelas y dos tercios de los edificios con problemas de seguridad. En uno de cada cinco no hay memorias de cálculos y de un tercio no existen ni los planos. Pero no se necesita la perfección para el amor. Recuerdo Coyoacán una mañana. Viva México, cabrones.

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