José Landi

Carnaval por decreto

El Carnaval pasó años organizándose ante la amenaza de que la política tratara de apropiárselo

José Landi

Los dirigentes políticos y los que escriben opinión en los periódicos son los únicos cretinos que confunden sus gustos con el universo, sus preferencias con la realidad. Ellos y los usuarios de las redes sociales. Es cierto que si se suman todos esos salen dos tercios de la población mundial. Los que mezclan realidad y deseo a escala particular merecen compasión. Sólo cabe dejarnos tranquilos. Distinto resulta que se usen instituciones y fondos públicos.

El mundo del Carnaval serio (incluye a parte del callejero) pasó años organizándose ante la amenaza, cierta o no, de que la política local tratara de apropiárselo. Tan bien lo hizo, que logró lo contrario: el Carnaval organizado y serio (risas) se hizo dueño de la política local. Es un grupo cohesionado como si fuera el PP, numeroso -hasta en las urnas-, que sigue el Concurso y adora su máxima expresión: la comparsa. Con una leve emulsión de chirigota. Sus legiones se alinean en colas infinitas ante taquillas con gorgoritos, se alimentan de la comparación crónica y la competición permanente.

Son los que convierten una prodigiosa y feliz tradición en una letanía de reglamentos, chismes, intrigas, presentaciones y anuncios públicos de fichajes, bajas o altas. Los que añaden, sin sombra de pudor, palabras como "filtración", “logotipo”, “dimisión", "reflexión", "asamblea" y "debate" a un juego heredado y asombroso, pero juego. Por fuerza es informal y efímero. Está basado en una tradición oral que conserva, viva, parte de la mejor literatura humorística en Lengua Española, una majestuosa obra breve y caduca que alimenta una herencia satírica secular. Por naturaleza, ese fenómeno precisa de informalidad y levedad, reniega de la ceremonia y la solemnidad. Casan fatal. Peor que El Peña y El Masa en 'La boda del siglo'.

Los del Carnaval en serio y por derecho, los que mueren por Cádiz sin que nadie pida cadáveres, los que mandan en esta ciudad ahora, han decidido añadir a su lenguaje imperante palabras como "industria" y "economía". Es obvio que si un espectáculo es capaz de reunir a miles de espectadores, sus autores e intérpretes se lleven gran parte del dinero que genere. Es natural y legítimo (ojalá que legal). Han de beneficiarse de lo que producen con su tiempo y su esfuerzo vocacional o profesional. Ya sean guitarras, tenores, autores o poetas (cosa distinta son los artesanos). De ahí a pretender que tal actividad deba tener forma de sector económico permanente dista un mundo, el suyo. Y ese planeta resulta lejano, ignoto, a los que habitamos en el espacio exterior, a los que el Falla no nos interesa, o ya no, o no tanto, o no todo el año, o dejó de interesarnos, a los que sólo le prestamos atención unas semanas, o nunca, a los que concebimos esa tradición festiva como emocionante ilusionismo callejero que se disuelve cuando entra en un despacho, en contacto con una hoja Excel. Declarar, además, que en Cádiz estamos obligados a convertir la copla en negocio "porque no hay muchas más alternativas" es la más vergonzosa derrota social y colectiva que pueda oírse, una rendición deprimente. Algunos lloramos por la falta de tales "alternativas", esas que empiezan en un colegio y acaban en un laboratorio o una factoría.

Cuando pasen algunos años, los que quieran analizar verán que un Gobierno local que manejaba los fondos de todos, llamado a gobernar para todos, dedicó la mayor parte de su esfuerzo y su tiempo, de su capacidad para cambiar las cosas, a minúsculos menesteres, a duelos de ninfas y elfos, a suplir todo evento por "batallas" de coplas, a remodelar jurados y normas, a pedir currículos de entendidos, a minireferéndums y palacios en el aire, a tratar de convertir en industria la afición con la que unos cuantos se buscan o mejoran la vida, a rodear de boato un rito maravilloso que otros tantos sólo adoran cuando es porque sí, cuando es un rato, sin porcentajes, IVA ni números.

Cuando un programa electoral tiene forma de pasodoble puede resultar conmovedor un rato pero luego es nada, histriónico, imposible.

Que lo piense uno cualquiera no importa. Un cretino más que confunde sus gustos con la realidad. Peor parece que lo rumien hace años en peñas y centros flamencosn (menos amigos y afines), los que hacen rock o blues (menos amigos y afines), jazz o teatro (menos amigos y afines). Quiñones lo vaticinó hace décadas. Ese año llevaba el tipo de Orwell. La profecía ya está aquí. Ahora manda ese Cádiz. Uno que adora que las comparsas se vuelvan sociedades, que entiende una pasión como refugio de parados o como pluriempleo, que confunde local de ensayos con centro de trabajo y ocio con negocio, diversión con adhesión. Es el Cádiz que, ahora, impone sus gustos. Siempre quiso y ahora puede. Igual tiene el respaldo de casi todos, de una gran mayoría. Igual no confunden sus gustos con el universo. Lo son.

Puede que seamos los demás los equivocados y, desde luego, los acorralados.

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