Ramón Pérez Montero

Basura

Nada más llegar del supermercado, distribuyo entre el frigorífico y los diferentes estantes los artículos recién adquiridos, y ya tengo repleta mi primera bolsa de basura

Ramón Pérez Montero
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Nada más llegar del supermercado, distribuyo entre el frigorífico y los diferentes estantes los artículos recién adquiridos, y ya tengo repleta mi primera bolsa de basura. Algo de cartón pero fundamentalmente plástico. Habría que echar cuentas sobre el tanto por ciento que supone este primer desperdicio sobre el total de lo gastado. ¿Un uno por ciento quizás? Poco, se pensará. Pero si multiplicamos este pequeño porcentaje por los días del año y por los miles de millones de personas que se ven obligadas a realizar esta misma tarea en todo el mundo, nos debe salir una respetable cantidad de dinero que arrojamos directamente a la basura.

Es el precio que pagamos por un poco de comodidad y por un buen puñado de tiempo.

Nos hacemos ahora en los supermercados de los productos que adquiríamos antes en las tiendas tradicionales no porque nos salgan más baratos, sino porque los primeros nos venden fundamentalmente tiempo. Aún guardo el recuerdo de cuando de pequeño mi madre me arrastraba con ella al colmado. Allí, la tarea de la compra se convertía en una larga tertulia entre vecinas de la misma calle mientras que el dependiente las iba surtiendo una a una, envolviéndole con depurada maestría los productos a granel en el correspondiente papel de estraza. Una especie de rito que se llevaba buena parte de la mañana.

Resolvemos en minutos lo que en aquellos tiempos exigía horas. Para ofrecernos este ahorro de tiempo y toda la comodidad que entraña, los productos tienen que estar convenientemente envasados. Y hoy en día el rey del envasado es el plástico. Plástico derivado del petróleo. Plástico que resiste sin desintegrarse durante varios cientos de años sobre el planeta. Puedo contemplar frente a mi ventana un antiguo huerto abandonado. Un terreno comido hoy por las malas yerbas y algunos árboles frutales asilvestrados. De sus ramas penden bolsas de plástico que arrastró el viento. Frutos aciagos de nuestro progreso.

Claro que esto no es nada en comparación con la terrorífica acumulación de moléculas de plástico que las corrientes marinas están llevando a cabo en los océanos del mundo. No es improbable que parte de las bolsas de plástico que arrojamos a la basura nos vengan de regreso en el estómago del pescado que consumamos tras un viaje de millones de kilómetros. He leído informes serios de científicos que cuantifican la ingente cantidad de moléculas de plástico que yacen hoy atrapadas en los hielos árticos. Partículas que volverán a ser liberadas a la atmósfera debido al deshielo provocado por el aumento de la temperatura propiciada por el cambio climático.

Habría, pues, que preguntarse no por el precio que pagamos por nuestro tiempo y por nuestra comodidad, sino por la deuda que vamos a dejar a nuestros descendientes, quienes heredarán un planeta rebosante de basura donde será muy complicado, si no imposible, vivir.

Una vez me desembarazo de esta primera costra de envoltorios, poco a poco continuaré arrojando a la basura los envases del yogur y de la carne, los plásticos de la chacina, los botes de detergente, las botellas de refresco, las latas de tomate y de cerveza. Mi contribución personal a esa montaña diaria de desperdicio que arrojamos al mundo. Me resultaba odioso acompañar a mi madre a la tienda de la esquina porque allí el tiempo se me hacía eterno. Hoy, en medio de tanta inconsciencia, añoro aquella época en que aún no habíamos comenzado a transitar por la inmunda senda del progreso.

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