Francisco Apaolaza

Anna a la fuga

Un flequillo está imbuido de una cierta trascendencia, una suerte de significado biográfico

Francisco Apaolaza

Un flequillo está imbuido de una cierta trascendencia, una suerte de significado biográfico. Un amigo creía saber si había seducido a las mujeres en la manera en la que estas jugaban con el flequillo mientras conversaban con él, y acertaba. El flequillo es el iris en el que se pueden leer todas las cosas del hombre. Yo mismo, que cada vez soy menos yo, cada vez tengo menos flequillo. Las cosas que pasan sobre la frente no pasan porque sí. Anna Gabriel se ha dejado el pelo más largo y tal vez signifique que esté huyendo de la justicia o tal vez escape de sí misma.

Es un truco viejo de abogado aconsejar al reo que se afeite la barba y se compre una camisa nueva para ver al juez y parecer más santo, pero el quiebro del cabello de Anna a la fuga camino de Suiza resulta sensacional, excesivo y definitivamente español.

Ayer como quien dice bajaba las escaleras del Parlament con un hachazo de pelo en la frente y envuelta en un revuelo de proclamas que retumbaban como los truenos de una tormenta a lo lejos y de pronto ahí la tienen en Ginebra con un flequillo de catequista.

A algunos les toma toda una vida ceder al principal argumento del paso inexorable del tiempo, que es madurar poco a poco hasta darse cuenta de que uno es por fin un tipo anodino con un peinado anodino. Decía el anuncio que no pesaban los años, que pesaban los kilos, y no; pesa el flequillo.

Yo mismo me di cuenta de mi propia molicie estética una tarde en Diverxo rodeado de todos esos camareros volaban alrededor de mi mesa como una constelación de colores y peinados siderales, y yo me vi allí sentado con mi mismo pelo de hace treinta años. Les sugerí que instalaran una barbería en mitad del restaurante para que los clientes –redimidos por la visión ‘dabíZica’ y su aroma a gengibre– pudiéramos rapar en la cabeza una cresta mientras alguien servía el jarrete con puré Robuchon titulado ‘París, 1970’. Y no se lo tomaron del todo bien.

Esta España nos regala viajes siderales. Una sale de Barcelona erigida en posguerrillera del EZLN y llega a Suiza como si fuera a comer por primera vez en casa de los suegros, que ha escrito mi querida Covadonga del Peso. Ese es el viaje de la vida. No es que Anna Gabriel escape del tiempo; es que viaja a su encuentro. Venga CUP, venga anticapitalismo y venga desobediencia y cuando aprietan los tribunales y suena a lo lejos el tintineo de los grilletes, termina uno sentando residencia estable en la capital del capital y comprando en el súper en la civilización que parió la neutralidad, el secreto bancario y el reloj de cuco.

Anna Gabriel esperaba un exilio más tropical, con más chicha, dotado de algún toque de rebeldía. Qué se yo, un país en el que al menos se destile ron, se seque tabaco o se fabriquen ojivas nucleares y no esa Suiza ordenada, pulcra y desinfectada con su soplo de aire puro de las montañas insultantemente verdes. Pero los abogados le recomendaron algo más helvético, un paraíso judicial más práctico pese a las contradicciones, que las hay. Por ejemplo, que la critiquen por buscar en Suiza un sistema judicial más favorable los que buscaron allí un sistema fiscal más favorable. Y viceversa. España es un tiovivo.

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