Chapu Apaolaza

Adrián, vas a vivir

Aveces la vida trasladada a las redes es grotesca como cuando se escribe en las hojas de márgenes generosos en que se dictan las sentencias

Chapu Apaolaza
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Aveces la vida trasladada a las redes es grotesca como cuando se escribe en las hojas de márgenes generosos en que se dictan las sentencias. Ojalá Adrián nunca hubiera conocido twitter. Tiene edad de soñar con cosas, de jugar a los superhéroes, de ir por la vida como si saltar de un sofá fuera cruzar un río de lava. Adrián es uno de esos chavales que creen que cualquier empresa es poca para ellos: poner un par de banderillas, hacer un paseíllo, superar un cáncer. Es uno de esos niños enfermos sin un pelo en la cabeza, pálidos y débiles, que brillan por dentro como un estallido. Los niños enfermos dan lecciones porque queremos ver una lección de cada cosa.

Caminan por el mundo como hombres sandwich que anuncian la desgracia, la suerte, el destino y la oscuridad. Cuando los ves llegar y sonreír, con el pecho anuncian la esperanza y en la espalda que enseñan cuando los ves irse, quizás por última vez, llevan cosida la derrota. En realidad, todos llevamos el final prendido en los labios y el último párrafo está siempre en el arranque de la columna. Quizá esta frase sea la última que escriba.

Adrián está en la edad de soñar que se puede hacer el paseíllo en Valencia y por eso fueron 120 toreros en tromba a un festival en su honor cuyos fondos se destinaron a la investigación oncológica. Al chaval hace un tiempo que le dio por los toros y saluda con una gorra como si fuera una montera y da pasitos así andando en torero. Lo hemos visto en la habitación de un hospital pegando medias verónicas al pie del suero con un capotillo y cuenta su padre que anda loco con las historias de matadores. Esa manera torera de levantarse después de las cogidas le ayuda a él a levantarse, a irse al pitón contrario de ese toro largo y hondo que le ha tocado lidiar y que está hecho de pinchazos, síntomas y náuseas y que tiene los ojos negros, redondos y brillantes, los mismos ojos con los que mira el miedo. Como el ser humano es capaz de convertir cualquier cosa en metáfora, a Adrián podría haberle dado por la petanca o por Superman, pero le dio por los toreros. Necesitaba para ser feliz dos imposibles: hacer el paseíllo en una plaza con sus héroes y que España supiera callarse. La segunda no pudo ser. Este país y su anorexia moral han usado a Adrián para su batalla sobre si toros sí o no. Una antitaurina incluso le deseó la muerte por querer vivir para matar toros: «Adrián, te vas a morir», dijo. No hace falta que se diga que no representa a todos los animalistas. O sí. La presidenta del Pacma Silvia Barquero ha dejado ir una oportunidad de oro de demostrar que no es una miserable –quizás fuera la última– y ha dicho esto como todo juicio al asunto: «No entiendo que un comentario en redes sea noticia».

Quizás sí que haya una lección en los niños enfermos: nos ayudan a mirar al abismo y a apretar fuerte a otros niños hasta que digan ‘Ay, papá’, a no racanear un cuento, un abrazo o una nana, a ser más. Ahora también nos enseñan a callarnos. Vas a vivir, Adrián.

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