La Red

Hubo un tiempo en el que había gente que se empeñaba en castigar a los amigos mostrándoles las cientos y cientos de fotos

Felicidad Rodríguez

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Hubo un tiempo, allá por el Paleolítico, en el que había gente que se empeñaba en castigar a los amigos mostrándoles las cientos y cientos de fotos, en las más diversas poses y con los más variados escenarios, tomadas durante las vacaciones o en el último cumpleaños del pequeño de la familia. Ahora, con las redes sociales, podemos cortar la cosa con un simple toque de botón, siempre y cuando no hayamos olvidado poner el whatsapp en silencio entre las 12 de la noche y la 7 de la mañana. Lo que no ha cambiado es ese afán por contar, a propios y a extraños, lo que hacemos, lo que comemos, el chiringuito donde hemos estado el fin de semana o el destino de las próximas vacaciones. Debe ser, quizá, porque existe algún gen que nos predispone de manera innata al auto-exhibicionismo. No es raro encontrar en las páginas de la prensa on line eso de ‘búscate’, ya sea en la procesión de la Borriquita como en el último partido en el Carranza, llamada que, obviamente, no se dirige ni a los cargadores ni a los futbolistas que, al fin y al cabo, tienen su mérito. Aunque es bonito compartir cosas con los amigos, uno puede preguntarse como es posible que una foto, en la que apareces escuchando una chirigota el domingo de los jartibles, termine en el Facebook de un paisano de nombre impronunciable en el lejano Tokyo.

Si exponemos nuestra vida en las redes es que debemos estar convencidos de que hay mucha gente interesada en saber lo que nos gusta o nos disgusta, lo bien que nos ha salido la paella del domingo, o lo que hacemos cada minuto del día. Y no nos falta razón para estar convencidos del interés que despertamos. Porque, efectivamente, además de nuestros amigos, hay gente muy interesada en nosotros, y no me refiero precisamente al paisano de Tokyo. Gracias a que nos conocen perfectamente, empresas como Facebook ingresan anualmente miles de millones. Ningún problema con ello, siempre que todos conozcamos y aceptemos las reglas del juego. De hecho, muchos usuarios también obtienen ingresos con la exhibición de sus habilidades, convirtiéndose en ejemplos a imitar por sus numerosos seguidores; así que siempre nos queda la esperanza de ganar algún dinerito si descubrimos al mundo nuestra receta secreta de las papas en amarillo. El problema surge cuando las reglas se rompen, o cuando nosotros mismos, inconscientemente, perdemos el control de lo que queremos, o no queremos, compartir con el mundo mundial. Muestra de ello, el reciente escándalo, sobre el uso indebido de datos personales de usuarios de Facebook, por parte de una empresa que trabajó para la campaña de Trump. Ignoro si la aplicación de predicción de personalidad tuvo mucha relevancia en los resultados, pero las disculpas a los británicos por parte del fundador de la red social o las explicaciones pedidas por la Unión Europea sobre el uso de los datos de los europeos, que obviamente no votamos en esas elecciones, dan que pensar. Hace algún tiempo también surgió la polémica sobre la privacidad de whatsApp y el uso compartido de sus datos con fines comerciales. Estas empresas tienen, necesariamente, la obligación de proteger la información de los usuarios, pero nosotros también somos responsables del valor que le damos a nuestra propia privacidad.

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