Gabriel Albiac

La virtud de ser nadie

Hay veces en las cuales ser nadie es la mejor apuesta. En política, sobre todo. Y casi siempre

Gabriel Albiac
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Primavera de 1945, «al 10 de Downing Street llega un taxi vacío, y cuando la puerta se abre, sale Attlee». Trocada en lugar común, la cita es falsa. Al menos, eso aseguró siempre Winston Churchill: que a él nunca se le hubiera pasado por la cabeza maltratar así a un honourable and gallant gentleman. Pero hay veces en que una falsificación supera al original; veces en que una mentira transmite más verdad de fondo que todas las benévolas verdades. Y el falso Churchill que fulmina a su oponente (y vicepresidente del gobierno de guerra por él presidido), el laborista Clement Attlee, quintaesencia mejor la brillante malevolencia del soberbio primer ministro que cualquiera de sus igual de deslumbrantes injurias verdaderas.

En los círculos más chistosos del socialismo vasco, la fórmula fue festivamente plagiada para endosársela a Patxi López.

Nada hay más cruel, en esta despiadada vida humana, que un camarada de partido; eso lo sabe todo el mundo. De López, los dirigentes socialistas vascos gustaban pitorrearse, hace ya algunos años, evocando a costa suya la pulla atribuida a Churchill. Nadie. O sea Patxi. Pero hay veces en las cuales ser nadie es la mejor apuesta. En política, sobre todo. Y casi siempre. Porque política es arte de ocultación. En el cual aquel que se hace demasiado visible no sobrevive mucho tiempo. Han pasado los años. El Patxi Nadie de las bromas de los chicos listos de aquel PSOE de entonces ha sido presidente vasco. Ha presidido el Parlamento español… ¿Puede llegar a jefe ahora de su partido en escombros? ¿Y por qué no a presidir el Gobierno de la Nación? Seguro que eso es lo que debe de estar preguntándose. Y razón no le falta.

Ha sabido ser invisible. No es tan fácil. A su contrincante, la andaluza Susana Díaz, se la ha visto demasiado. Por todas partes. Incluidos los turbios andurriales de Griñán y Chaves. No es bueno para ella. Le va a costar sudor y lágrimas borrar el relumbrón de ese recuerdo. Y no está claro del todo que lo logre. En política, es astuto apostar a lo invisible. A ser nadie. Y torpe minusvalorar a los mediocres. Porque, en ese gremio de discretos ganapanes, no se perdona a un colega demasiado vistoso, demasiado brillante. Le pasa ahora mismo, en la otra ala del espectro partidista, a Aznar sin ir más lejos: por eso me parece tan poco verosímil que el expresidente intente entrar en liza con sus antiguos escuderos. Su imagen contrasta demasiado con lo que hay. Y lo que hay no perdona.

Pero volvamos al Londres de 1945. En el cual Winston Churchill acaba de ganar la guerra más gloriosa para la Gran Bretaña. Y en el cual él, el viejo zorro superviviente a mil batallas, ve ante sí un horizonte brillante y plácido, un horizonte sin límite tras la victoria… Y es que también los más grandes, lo más malévolos y los más astutos tienen ese desfallecimiento de ingenuidad que nos los hace simpáticos. 26 de julio. Churchill pierde las elecciones. Sale del 10 de Downing Street. Y un taxi llega. Y, en él, Attlee.

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