Isabel San Sebastián

Lo que de verdad importa

No hay política nacionalista capaz de derrotar a los fantasmas que nos amenazan

Isabel San Sebastián
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Conviene alejarse, de vez en cuando, para recuperar la perspectiva de lo realmente importante. Tomar distancia física y mental con respecto a los hechos que nos narran día a día los medios de comunicación, a fin de contemplar el mundo desde una posición elevada, susceptible de mostrar una fotografía más amplia. Si el ejercicio se lleva a cabo con voluntad sincera de aprender algo, el resultado sorprende. Primera conclusión: rara vez otorgamos prioridad los profesionales de la comunicación a los asuntos susceptibles de influir en las vidas de nuestros hijos y casi nunca mencionamos siquiera los que determinarán el futuro de la humanidad; es decir, los verdadramente trascendentes. Segunda conclusión: ninguna de estas cuestiones percibidas como cruciales cuando se amplía el foco y se abre el debate a gentes de distinta edad y procedencia geográfica forma parte del discurso habitual de nuestros políticos, ya sea por falta de interés o de formación, o porque carecen de propuestas válidas con las que afrontar esos desafíos.

En el mejor de los casos, los soslayan. En el peor, los niegan. Y es que la política, al menos la actual, no es el arte de lo posible. Ni siquiera es arte o estrategia. Se ha convertido en mera táctica de supervivencia cortoplacista para quienes viven de ella, cómplices en distintos grados de la estafa a gran escala perpetrada contra las generaciones venideras.

Escribo la palabra «estafa» sin pensar en el escándalo del día, porque aunque la corrupción sea una lacra endémica, no es ni de lejos el peor de nuestros problemas. Mucha mayor gravedad reviste, por ejemplo, la perpetuación de un sistema educativo que aboca a millones de jóvenes al paro o a empleos de ínfima calidad, al basarse en criterios por completo ajenos a lo que será el mercado laboral dentro de muy pocos años, cuando la revolución tecnológica en curso haya producido consecuencias demográficas y sociológicas similares a las causadas por la revolución industrial el siglo pasado. O la acumulación de deuda pública destinada a financiar gastos insostenibles en aras de conseguir votos, aun a riesgo de crear una burbuja llamada a estallar antes o después con consecuencias devastadoras. O la insistencia de los populistas en prometer lo imposible, a costa de generar frustración. Por no mencionar cuestiones de mayor calado como la seguridad internacional, el terrorismo, el cambio climático o las políticas migratorias.

Regreso a España desde muy lejos, tras unos días de desconexión, y me encuentro con la Gürtel, el autobús de Podemos, las escaramuzas internas del PSOE y la matraca del referendum catalán. No somos peores que otros, ojo. El Reino Unido transita por senderos similares con el Brexit, Escocia, el oportunismo de Teresa May y la debilidad del laborista Corbin. Francia se dispone a elegir presidente entre un cuarteto compuesto por una eurófoba ultranacionalista xenófoba, un presunto corrupto, un demagogo de ultraizquierda y una «joven promesa» de la política especialista en cambiar de discurso como de chaqueta. En Rusia, Putin mira con nostalgia a los zares y en Estados Unidos Trump se mira el ombligo... Mientras Asia se despereza y el mundo musulmán vive un brote devastador de fanatismo religioso que lleva la «guerra santa» a cualquier lugar del planeta en el que haya un yihadista dispuesto a morir matando. No somos peores, no; estamos todos en el mismo barco, rodeados de icebergs, cada cual con sus miserias, fingiendo ignorar que no hay política de partido ni política nacionalista capaz de derrotar a los fantasmas que nos amenazan. La solución es global y, en nuestro caso, pasa necesariamente por Europa.

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