Veneno

Lo de Göring fue diferente a lo de Praljak. Para empezar, porque el día de su suicidio él lo iba a terminar muerto en cualquier caso

David Gistau

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El suicidio por ingestión de veneno de Slobodan Praljak, de quien una vez leí que en Mostar puso a jugadores de balonmano a arrojar granadas de un lado al otro del río Neretva, trajo el recuerdo automático de otro caso parecido, el de Hermann Göring. Es verdad que existen semejanzas, como el propósito de decidir el propio destino incluso con las limitaciones del cautiverio, que Göring dejó explicado en su nota de despedida , y la reticencia del acusado a verse como un criminal por motivo de las justificaciones intelectuales y patrióticas concedidas a sus actos. En esto no son distintos los torturadores de la ESMA y los aviadores de la muerte, como Astiz y Acosta, que acaban de recibir cadena perpetua en Buenos Aires.

Pero lo de Göring fue diferente en otros aspectos. Para empezar, porque el día de su suicidio él lo iba a terminar muerto en cualquier caso. Si se le hubiera concedido la petición de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento, como correspondía a un militar, y no en la horca, como se estilaba con los traidores –colgados a veces de ganchos y con hilos metálicos en los sótanos de la Gestapo–, Göring no habría eludido ese trance final, infamante por la soga, al que de todas formas llevaba mucho tiempo resignado. Desde que sus famosos escarceos con el fiscal Robert Jackson, a quien logró desquiciar durante las primeras sesiones en Nuremberg, terminaron con la derrota ante las pruebas de un Göring que en el tramo final del juicio perdió toda esperanza y dejó hasta de defenderse. En términos jurídicos, es interesante observar que la prueba que finalmente lo enterró fue también objeto de discusión, puesto que dependía de la interpretación que se diera al adjetivo "final" –de Solución Final a la "cuestión judía"– en la orden transmitida por Göring a Heydrich, organizador posteriormente de la conferencia de Wannsee. Göring alegó que por "final" debía entenderse que la solución será definitiva, pero que no acarreaba la sugerencia del genocidio: los nazis siempre se cuidaron de no dejar huella documental de ello.

Lo paradójico es que en Nuremberg, una legitimación legal del castigo que los ingleses nunca entendieron por qué los americanos la necesitaban, Göring tuvo un último hurra, por su rendimiento en la oratoria, que de alguna forma reparó la decadencia del antiguo as de la aviación, compañero de escuadrilla del Barón Rojo, que derivó a nazi fundacional, morfinómano, obeso, fantoche teatral, "bon-vivant" delirante y coleccionista de arte predador que rapiñaba los patrimonios culturales de las familias judías. Este hombre, con sus intervenciones en el juicio, fue el final de especie nacional-socialista, más allá de la dispersión y la clandestinidad de los huidos como Eichmann. Nunca quedó claro si la provisión del cianuro con el que se mató le quedó resuelta por una extraña historia de amistad con alguno de sus carceleros. Una pregunta, por cierto, que hay que hacerse ahora respecto de Praljak.

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