Ignacio Camacho - UNA RAYA EN EL AGUA

Del sueño al letargo

En Sevilla solo queda nostalgia en la Expo porque en 25 años ha carecido de energía para construir otro proyecto

Ignacio Camacho
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La peor herencia de la Expo 92 no fue el despilfarro, descomunal para la época pero moderado en comparación con el posterior tiempo de las burbujas, sino la incapacidad de Sevilla para asentar su despegue en la potencia del legado. Una ciudad sobre la que el Estado derramó una lluvia tal de inversiones tenía la obligación de construir con ellas un futuro que la proyectase al liderazgo. En vez de eso sufrió una indigestión de narcisismo –trasunto del cernudiano ombligo del mundo– que la ha acabado devolviendo a su tradicional marasmo. Se juntó para el caso la abulia colectiva con la mala conciencia de unas administraciones que en vez de saldar una deuda histórica de desarrollo creían haberla privilegiado, y que como consecuencia detuvieron la dotación estructural de la metrópoli andaluza hasta casi provocarle un colapso.

A los diez años del gran festejo, cuando la prosperidad inundaba España de equipamientos sobredimensionados, el olvido institucional condenaba el crecimiento sevillano. Las autoridades locales tampoco fueron capaces de levantar un proyecto con el que competir en el mercado de ciudades emergentes y se dejaron mecer en un aturdimiento letárgico. Ni industria, ni cultura, ni innovación; sólo el turismo y los servicios administrativos articulan una productividad relativa que permite sobrevivir eludiendo el fracaso.

Un cuarto de siglo después de aquella inauguración triunfal, la memoria de la Expo es mucho más sentimental que efectiva. No ha habido desde entonces otra aspiración sobre la que construir una esperanza, más allá de la breve e irreal aspiración olímpica. Acostumbrada a los horizontes pequeños, la ciudad no ha sabido sobreponerse al apagón inversor ni adaptarse a la necesidad de valerse por sí misma. Se encogió, ensimismada y autocomplaciente, mientras otras capitales como Valencia, Málaga o Bilbao se buscaban la vida. Con el agotamiento de las infraestructuras, entre las que sólo el AVE continúa con su pujanza intacta, el impulso del 92 se parece demasiado a una lejana oportunidad perdida.

Quizá por eso la nostalgia de aquellos días señeros recorre hoy la médula de Sevilla con la sensación agridulce de una punzada emotiva. La del tiempo de esplendor en que, pese al desdén con que los trataron los organizadores, los sevillanos se sintieron protagonistas. Desde entonces han -hemos- regresado al papel de comparsa de una mediocre función sin alternativas. La modesta celebración de la efeméride esta impregnada de resignación, de melancolía. Ni un atisbo de inconformismo ni de energía para retomar la dinámica de progreso que hace veinticinco años pareció inaugurar una modernidad tardía.

Hay mucho de autoindulgencia en toda esta evocación retrospectiva. Porque es cierto que fuimos felices pero sobre todo éramos mucho más jóvenes, y es esa certeza irreparable la que carga la mirada actual de añoranza idealista.

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