Gabriel Albiac

Stalin/Putin

Si EI no es destruido de inmediato, la red de comandos ya desplegada sobre Europa hará de lo de París una rutina carnicera

Gabriel Albiac
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Stalin fue un dictador odioso. Y su régimen, uno de los más criminales de la historia: veinte millones de asesinatos, tirando por lo bajo. Entre la firma del pacto Mólotov-Ribbentrop (23 de agosto de 1939) y el inicio de la operación Barbarroja (22 de junio de 1941), Stalin fue, además, el aliado estratégico de Hitler. Nada de eso impidió aceptarlo luego como aliado. Derrotar al nazismo era prioritario. Aunque hubiera que pagar el durísimo precio que vendría después y al cual llamamos benévolamente guerra fría.

Putin no es ni mejor ni peor que Stalin. Es versión de la misma autocracia intemporal que, en Rusia, equivale a Estado. Svetlana Aleksiévich retrata bien esa maldición política rusa en su clarificador libro sobre El fin del Homo Sovieticus: «Una fuerte nostalgia de la Unión Soviética se ha ido extendiendo por toda la sociedad.

El culto a Stalin ha vuelto… El partido en el poder es una copia del Partido Comunista de antaño. Hoy el presidente goza de un poder semejante al de los secretarios generales del partido en tiempos soviéticos, un poder absoluto». Putin no es ni mejor ni peor que Stalin. Las circunstancias, por el momento, son, eso sí, menos peligrosas. Aunque las circunstancias estén siempre sujetas a cambio.

Nuestro dilema hoy es casi el mismo que entonces. En el Cercano Oriente, una dictadura asesina se enfrenta a muerte con un naciente poder aún más asesino. Una autocracia espeluznante, la de Bashar Al Assad, combate a muerte con una teocracia espeluznante, la de Estado Islámico. No hay buenos y malos en ese choque. Ambos son pésimos. Pero no hay tercero. Uno de los dos triunfará. Destruyendo al otro.

Hijo de la guerra fría, el segundo de la dinastía Assad ha exterminado a todo aquel que le resultará incómodo sobre su territorio; y, escrupulosamente, se ha abstenido de hostigar ni con un meñique a Europa o a los Estados Unidos. Hijo de la derrota de Al-Qaida, Abú Bakr Al-Bagdadí, proclamado Califa de EI, está exterminando, sobre su territorio, a todo aquel que pueda ser incómodo al Alá de los salafistas suníes; y ha proclamado una guerra santa contra los no creyentes, cuyo primer objetivo es acabar con la Europa que no acepte someterse a la norma coránica. Un elemental instinto autoprotector parece aconsejar que la aniquilación de EI prime, de modo absoluto, sobre toda la repugnancia –y es mucha– que un homicida como Assad pueda producirnos. Si EI no es destruido de inmediato, la red de comandos ya desplegada sobre Europa hará de lo de París una rutina carnicera en los años que vienen. Las cuentas con Assad habrá que ajustarlas luego.

Putin es un versión muy moderna de Stalin. Que sabe muy bien hasta qué punto el abandono del Cercano Oriente por Obama es la mejor ocasión que ha tenido Rusia en mucho tiempo para recuperar la iniciativa estratégica en el Mediterráneo. No tiene ni siquiera que hacer el esfuerzo de inventarse enemigos apocalípticos. Todo lo que Putin hace público ahora, lo sabían bien los servicios de inteligencia occidentales. Pero era mejor no decirlo: eso pensaban. Todo: que EI es esencialmente su financiación petrolífera; que el crudo de EI se comercializa por dos canales: Turquía y los Emiratos. Y que ese flujo inmenso de dinero es lo que sostiene la mayor amenaza militar a la cual haya sido sometida Europa desde 1945.

Aliarse con Stalin fue odioso. E inevitable. Tanto como lo es aliarse con Putin y con la dictadura siria. Contra un Estado Islámico que amenaza a Europa. No hay salida limpia.

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