Retablo de maravillas

En el «procés» ya no hay límites al ridículo. La traca del delirio puede ser la elección de un presidente en presidio

Ignacio Camacho

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Quien piense que ya lo ha visto todo en la crisis catalana -una legalidad paralela, un pucherazo electoral, una declaración virtual de independencia, la fuga del antiguo presidente, la cúpula separatista en prisión…- está francamente equivocado; aún es posible quedarse con cara de pasmo. El procés se ha convertido en una máquina de prodigios ante la que conviene curarse de espantos. La huida de Puchimón promete episodios risueños entre los que se anuncia una manifestación ¡en Bruselas! para pedir a la Justicia belga que no lo entregue a los tribunales del Estado autoritario . La propaganda nacionalista, que ya ha resucitado a Franco, compara al líder de polichinela con el Companys extraditado por la Gestapo. Y aún quedan casi dos meses de campaña idónea para cualquier exceso publicitario. Cuando las urnas hablen es perfectamente verosímil que estalle la traca del delirio con la elección parlamentaria de un presidente -Junqueras- encarcelado.

Ya no hay límites al desatino. A base de perderse el respeto a sí misma, la política en Cataluña ha sobrepasado de largo lo que más temía Tarradellas : el ridículo. Con su solemnidad grotesca, el independentismo ha ido de la tragedia a la comedia y de la comedia al desvarío. En este extravagante tránsito se ha dejado atrás cualquier posibilidad de recuperar su prestigio; lo que está pasando sólo puede ya contarse en clave de farsa, de sainete, de vodevil festivo. Aunque sea dramáticamente cierto todo lo que hemos visto: la sociedad dividida, el proyecto desquiciado, la economía destruida, la convivencia quebrada, la nación en vilo .

En cualquier comunidad seria, la gente se rebelaría contra este esperpento. Lo que no es capaz de embridar una clase dirigente trastornada lo enderezaría el pueblo. El problema más grave del conflicto catalán consiste, sin embargo, en que una buena parte de los ciudadanos está abducida por una enajenación emocional que le nubla el discernimiento; ha perdido el oremus. La imposición machacona del pensamiento único ha provocado una suerte de obnubilación masiva que ampara cualquier dislate bajo la sagrada advocación del destino manifiesto.

Va a ser muy difícil reparar esa avería estructural que afecta a la psicología colectiva. Las elecciones de diciembre tal vez puedan lograr -y ya veremos- un cierto restablecimiento de la cordura política, pero ni siquiera un gobierno distinto tendrá capacidad de inducir a corto plazo un cambio de la hegemonía mental construida en años de concienzuda pedagogía. En el mejor de los casos costará mucho tiempo devolver la normalidad a una sociedad hipnotizada por espejismos y supercherías, a la que ni siquiera el brusco aterrizaje en la realidad del 155 ha desencantado de su ilusión ficticia. Pero antes de que eso ocurra, si llega a suceder, nos quedan por ver bastantes lances estrambóticos en este retablo de maravillas.

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