Hermann Tertsch

Un rebaño hacia el abismo

Nos desean el bien infinito del sometimiento al islam

Hermann Tertsch
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Otra vez estamos ahí. En el lugar de la matanza. Esta vez en Manchester. Tres días con enviados especiales de todas las televisiones del mundo que se disputan las imágenes de las flores, las notas de condolencia y las caras, llorosas el primer día, tristes el segundo y cariacontecidas el tercero. Tres días de jóvenes cantando el «Imagine» de John Lennon sin saber lo representativo que es de nuestros males como himno de una sociedad sin referentes morales, sin anclajes en la realidad y sin instinto de supervivencia. Como himno del cordero adormecido y feliz antes de ser degollado. Allí están periodistas y políticos, los transmisores del bacilo de la inanidad, adalides de la multiculturalidad y la tolerancia con la intolerancia.

Ellos garantizan que no aparezca en las televisiones frase disonante ni expresión que cuestione que este nuevo crimen islamista es una catástrofe natural a la que debemos subordinar nuestras conductas. No se emitirá nada que pueda ser remotamente interpretado como «racista», «xenófobo» o «islamófobo». Han de silenciar e impedir toda reacción natural de exigencia de responsabilidades o, peor aun, de autodefensa. Sería ultraderechismo. Incitación al odio. Muy reprobable.

Por eso, solo aparecen en las televisiones del mundo occidental los buenos occidentales, convencidos de que «la violencia nada tiene que ver con el islam». La solución es «más tolerancia», «hacer frente a los terroristas con más amor y oración» por citar a Margot Kassmann, voz de una iglesia evangélica alemana muy responsable de hacer de sus fieles un rebaños de víctimas propiciatorias. La católica no mucho menos. Olvidadas quedaron las lúcidas palabras de Benedicto XVI en Ratisbona con exigencias a unos y otros, a los cristianos de mayor defensa de sus principios, valores y espacio y a los musulmanes a asumir unos valores de la civilización común que desprecian en su afán de dominio. Y no solo los jóvenes fanáticos que se vuelan por los aires. También los llamados moderados que predican en las mezquitas europeas la llegada del califato y la conversión o sometimiento total de los infieles. No se les puede culpar por creerlo. Por considerar al mundo cristiano irremediablemente depravado, corrompido y en naufragio. Ni por desearnos a los infieles lo que consideran el bien infinito del sometimiento a Alá. Quieren compartir con nosotros la bendición del islam. Desprecian a los hombres incapaces de defender a sus mujeres en las calles y dispuestos a que sus hijos no crean en nada. Nos desprecian por infieles. Los recién llegados tanto como los que nacen en familias llegadas hace medio siglo. Otra vez ahí. Con los jefes musulmanes británicos tristes porque han muerto niñas, pero inamovibles de su pretensión de que mucho peor peligro que los asesinos yihadistas es la islamofobia.

Con los muertos de Manchester aun por enterrar se niegan ofendidos a más controles sobre unas comunidades que han criado a los asesinos. Jamás entregan al poder infiel a un fiel sospechoso. Radicales o moderados, entre ellos nunca habrá el abismo que los separa del infiel. Nunca retroceden. Conquistan un espacio tras otro. Iglesias se convierten en mezquitas. Los parques y calles adyacentes también. Después el barrio. Siempre de forma irreversible. Donde ellos son más, pronto no hay otra cosa. Puede que no haya fuerza ya para reaccionar. Que nuestro rebaño infiel de la sociedad abierta europea esté condenado a seguir a galope hacia el abismo, ante las bombas, la brutalidad y la extensión de la sharía por barrios, ciudades y regiones. Pero nadie pretenda que la causa es la injusticia, la pobreza o la discriminación. La causa es nuestra trágica debilidad y el mensaje totalitario del Islam al que solo cabe hacer frente o someterse.

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