Manuel Marín

Plañideras de una mentira

Era impensable que Junqueras y el resto tuviesen opciones de dormir en su casa

Manuel Marín

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Aun a sabiendas de la gravedad del delito, si la Justicia hubiese albergado cualquier mínimo resquicio para no encarcelar provisionalmente a Oriol Junqueras, y a siete de los consejeros catalanes destituidos por su golpe de Estado, la grotesca fuga de Carles Puigdemont a Bélgica ha hecho el trabajo sucia los fiscales y a la Audiencia Nacional. No había otra opción más que decretar su encarcelamiento porque el riesgo de una huida masiva de los acusados se ha multiplicado exponencialmente. Con la argumentación que empleó la magistrada Carmen Lamela en el auto por el que dictó prisión incondicional contra los dos jordis de la ANC y de Òmnium, era impensable que Junqueras y el resto tuviesen opciones de dormir hoy en su casa. Pero el grotesco esperpento que está protagonizando Puigdemont ya no dejaba lugar a la duda.

No son solo la gravedad de un delito flagrante retransmitido en vivo y en directo durante días a toda España y el regocijo de los culpables de una rebelión cantada. No es solo el riesgo de una fuga probable. Es que en esta ocasión no podía producirse una imagen de indolencia jurídica ni una percepción de justicia selectiva basada en criterios de oportunismo político. La misma ciudadanía que ha confiado en los instrumentos del sistema para la autodefensa de la democracia no habría perdonado una salida en libertad de quienes se ufanaron de delinquir a plena luz del día. Tiene mucho de justicia emocional más allá de la letra y el espíritu del Código Penal.

Restan Carles Puigdemont y Carmen Forcadell. Uno, huido y perdido en un grado de inconsciencia política jamás vivido en España; y otra, implorando ahora al Tribunal Supremo el mismo tiempo que ella le negó sistemática y abusivamente a la oposición, y a la democracia como concepto… Ambos esperan su turno para desfilar irremisiblemente hacia la cárcel. Ahora Puigdemont sí es consciente de su destino inminente porque cuando vuelva a pisar España, lo hará como detenido, y automáticamente ingresará en prisión. Ya no se trata solo de pagar el precio de un golpe de Estado que la democracia no iba a permitir. Se trata del precio de su insolvencia intelectual y de su indignidad moral el que, lejos de convertirle en un mártir, ya lo ha transformado en un vulgar delincuente sin crédito ni entre los suyos.

La Justicia no podía darse la espalda a sí misma, ni levantar disimuladamente un trozo de la venda que cubre sus ojos para mirar de reojo con una generosidad que los rebeldes no merecen. La Justicia como concepto de equilibrio y sensatez en democracia gana crédito con decisiones como la de hoy, porque la gravedad del riesgo de ruptura y la relevancia del chantaje separatista exigían contundencia y ejemplaridad, por mucho que la prisión sea provisional y aún no se haya celebrado juicio alguno. Y exigían también que España se respete a sí misma frente a quienes se han propuesto destruir su unidad, o frente a la aparición de plañideras del secesionismo y del populismo extremista que ahora se disponen a llorar desconsoladamente por sus «presos políticos». ¡Que no decaiga la mentira si sirve para ganar votos!

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