El tío Pepe

¿Se imaginan a simpatizantes nazis sentados en el Congreso?

Luis Ventoso

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Se cumplen cien años de la Revolución Soviética y proliferan los libros sobre aquel hito y sus secuelas. El historiador estadounidense Stephen Kotkin, de 58 años, es un profesor de Princeton que se ha embarcado en una extraordinaria trilogía sobre José Stalin , Líder Supremo soviético desde 1924 hasta su muerte en 1953. El primer libro se ocupó de su ascenso y leo ahora la crítica del segundo, recién publicado en el mundo anglosajón y titulado «Stalin esperando a Hitler, 1928-1941». El volumen se abre con una tierna anécdota del 22 de abril de 1935. Stalin, el estajanovista incansable e insomne, de quien se decía que leía un centenar de documentos cada día y escribía todos sus discursos, baja a cenar en familia. Su hija Svetlana anda alborotada con un caprichito infantil: quiere que el mandatario la lleve al nuevo metro moscovita. Stalin se enternece y ordena a sus escoltas acudir allá de inmediato. Llegan a la estación de la Plaza de Crimea entre el asombro de los viajeros, que aclaman al padre de la patria. Él les sonríe afectuosamente. Luego se sube al metro con su hija y hace un recorrido, siempre entre el fervor popular.

Ese líder patriarcal que sonríe en el metro ya ha matado para entonces a millones de personas. Entre otros muchos males, la colectivización de la producción campesina provocó siete millones de muertos por hambruna en Ucrania en 1932-33. La desesperación era tal que hubo casos de canibalismo, incluso en el seno de familias. Dos años después de su paseo con Svetlana, Stalin inicia el Gran Terror, donde purga a su propio régimen. Su policía secreta detiene a 1,5 millones de personas, de las que 628.000 son eliminados con unos tiros rápidos. Se calcula que cada día más de un millar de personas eran asesinadas. Nadie está a salvo. Stalin ordenará matar a ocho de los nueve almirantes de la Unión Soviética y a todos menos uno de los quince generales del Ejército Rojo. Del Comité Central solo sobreviven 39 de un centenar largo de miembros.

La novedad del estudio de Stephen Kotkin es que concluye que el genocida no era un psicópata ni un monstruo, como pensábamos, sino que actuaba movido por la lógica de su fe marxista. Creía indubitablemente que el paraíso del proletariado estaba cerca y que la única forma de alcanzarlo era acabar con los enemigos que se interponían en el avance del ideal comunista: troskistas, clérigos, campesinos atados a sus atavismos y que lastraban la modernización, intelectuales que pensaban demasiado, nostálgicos, miembros del Partido con dudas… Es decir: todo el mundo.

Durante décadas, los comunistas europeos felizmente asentados en democracias burguesas -en especial los franceses- hicieron oídos sordos ante los crímenes de Stalin. Luego vendrían más horrores: la Revolución Cultural de Mao , Pol Pot, las heridas del comunismo en África y América Latina…

Pablo e Irene, el gran Garzón, Echenique, Colau, los cuperos… todos son post comunistas. Y a mucha honra. ¿Se imaginan que en el Congreso y en nuestros ayuntamientos se sentasen políticos añorantes del nazismo? Imposible, lógicamente. Pero seguimos fumándonos la historia. Puño en alto y con un candado en el cerebro.

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