Dos modelos

¿Qué resultó de esa caridad de bandolero? Lo previsible: Andalucía ha perdido el tren de la economía moderna

Gabriel Albiac

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Una presidenta autónoma, en Madrid, obtiene mediante fraude un ridículo diploma universitario: basta eso para que esté políticamente muerta. Y bien está. Es un signo de la salud moral –de la salud mental, sin más– de los ciudadanos madrileños no perdonar que un poderoso les tome el pelo. Aunque no haya robado un céntimo. El dinero, en materia de corrupción, potencia el envilecimiento. Pero la corrupción no nace directamente del dinero. Exige una torcedura del recto juicio, sin la cual saberse un ladrón sería muy insoportable. Antes de robar, es necesario generar un clima –ético como estético– de indiferencia hacia lo verdadero. Dicen los clásicos que corromper el lenguaje es la raíz de todas las corrupciones. Cualquier cosa valdrá para quien impone, a su medida, sentido a las palabras: aquel que borró las lindes entre verdadero y falso está exento de cualquier remordimiento. También del de robar. Pero no es lo mismo dar este último paso que no darlo.

En Andalucía, el paso fue dado desde el inicio de esto a lo cual llamamos Estado de las Autonomías. Y que allá abajo no fue nunca otra cosa que Estado del robo. Desde el inicio mismo. La España democrática nacía con muchas rémoras: desiguales desarrollos económicos, resentimientos políticos nunca cicatrizados… De los primeros podía derivarse una hostilidad entre regiones, cuya última consecuencia estamos pagando ahora. De los segundos, un uso sectario de la política como machete con el que deslindar «los míos» de «los otros». En Andalucía, la doble desigualdad se conjugaba con pureza de laboratorio. Nadie pareció pensar lo peligroso que era explotar ese drama para hacer de él crisol de votos.

El PSOE es un monopartido imperfecto en Andalucía. En donde su régimen vence ya en longevidad al de la dictadura. Su control es total: desde las instituciones autonómicas hasta los sindicatos, pasando por coimas empresariales y bancarias. Porque un control así de hermético no puede ser puesto en pie sin repartir mucho dinero. Desde el primer día. Hasta hoy. ¿De dónde podían salir los miles de millones que, a lo largo de estos cuatro decenios, vinieron alimentando una bolsa de votos que no lo era sólo a efectos locales, que movía decisivamente el equilibrio electoral en toda España? De Europa, sobre todo: de los inmensos fondos con que Europa planificaba financiar una homogeneidad de territorios sobre la cual la UE pudiera alzar su proyecto de país federal único a medio plazo. Desde el PER hasta los ERE, no hubo un céntimo de ese maná que no acabase por pagar los votos del omnímodo poder que lo repartía entre esos ciudadanos cada vez más condenados a vivir, o bien de la limosna de la Junta o bien de nada. Y no hay limosna en esta vida que no se pague. Carísima, en política.

Un exceso de confianza en su impunidad hace que dos de esos todopoderosos presidentes socialistas, Griñán y Chaves, deban ahora sentarse en el banquillo. Con la vergüenza ante los ojos de tener que justificar lo injustificable: el reparto de esa fortuna entre amiguetes; o entre siervos, a cambio de una papeleta.

¿Qué resultó de esa caridad de bandolero? Lo previsible: Andalucía ha perdido el tren de la economía moderna, al cual el resto de España se subió hace mucho. Y continúa votando por su servidumbre. No tiene otra cosa. El ciudadano madrileño puede decapitar a una presidenta que exhibe títulos falsos. El andaluz se aferra a dirigentes corruptos, de cuyas migajas vive. Aunque ese vivir sea apenas supervivencia.

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