Ignacio Camacho

Marca de fábrica

Toda la presidencia de Trump va a ser en realidad, bajo el método de prueba-error, un experimento de gran alcance

Ignacio Camacho
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HAY que poner mucha buena voluntad para concederle a Donald Trump el beneficio de la duda. Su actitud durante el período de transición ha diferido muy poco, más bien nada, del zafio populismo de la campaña, y es lógico que así sea porque ese estilo faltón, impulsivo y rasgado es el que ha exhibido a lo largo de toda su vida. Se trata de un carácter, no de una táctica.

El nuevo presidente es de esa clase de políticos arbitristas que se enfrentan a su responsabilidad desde una cachazuda arrogancia de barra de bar, como esa clase de autosuficientes parroquianos convencidos de que cualquier problema se arregla «en tres días» y «con dos cojones». Ese ha sido su éxito -¿se acuerdan de Gil y Gil o de Berlusconi?- en una sociedad hastiada de pensamiento débil, y resulta difícil que el poder vaya a modificar, y no a acentuar, su expeditiva confianza de líder echao palante.

Trump es un antisistema con corbata y buen traje.

Desde ese espíritu cimarrón ha afrontado sus nombramientos gubernamentales, algunos francamente provocadores, y ha confirmado sus más inquietantes promesas electorales. No parece preocupado por los mecanismos de contrapoder, el célebre sistema americano de checks and balance, ni ha mostrado propósito alguno de moderarse. Es probable que si lo hiciera comenzase decepcionando a sus votantes, gente cabreada con la política convencional que quiere ver en la Casa Blanca a un tipo capaz de desafiarla sin rajarse. El crucial test de los primeros días promete al respecto sacudidas inquietantes.

Toda la presidencia de Trump va a ser en realidad, bajo el método de prueba-error, un experimento de gran alcance. Más vale que salga medio bien porque sus decisiones tendrán para todo el planeta consecuencias trascendentales; sin embargo, sus eventuales éxitos conllevarán el riesgo de consolidar en el mundo entero una tendencia política objetivamente reprobable. El problema original no reside tanto en lo que vaya a hacer como en lo que ya ha hecho, que es ganar aprovechando todos los defectos de un sistema deprimido hasta colapsarse. Ahora ya no se sabe si es peor alternativa que saque adelante sus ocurrencias o que fracase. Cuando la política cae en el vértigo del disparate, cualquiera de las opciones puede resultar igual de grave.

Queda una tercera posibilidad, pero entra en el terreno de lo quimérico, y es que Trump cambie. Que se adapte a la responsabilidad en un ataque de lucidez, o que lo embriden las instituciones, y sea un presidente conservador, bocazas y algo estrambótico pero aceptable. Por desgracia, hasta ahora ha dejado pocos indicios para el optimismo; su marca de fábrica es la del aventurero irredento, proclive a la improvisación, el golpe de efecto y el desparrame. Y sería la primera vez en la historia que el populismo trocase su impronta demagógica, oportunista y embaucadora en una fórmula respetuosa y razonable.

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