Jesús Lillo

Una mano de pintura

Una buena señora se enfrentó en solitario a los que un día dijeron que las calles eran suyas y que ahora, estructurados como CDR, migran en chancletas hacia la costa

Jesús Lillo

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Entre las condiciones medioambientales exigidas a las playas que aspiran a plantar e izar en su arena una bandera azul figura la instalación de contenedores para la recogida selectiva de residuos. La limpieza es fundamental, y no solo para el mantenimiento de una zona de esparcimiento que también es ecosistema, sino como muestra del civismo y la entrega de quienes acogen al turista en los meses de calor. Una playa aseada dice mucho de los paisanos que conservan, ofrecen y explotan un patrimonio natural que, ahora que van a cerrar el Camp Nou por vacaciones ligueras y el turismo se va a desplazar en masa a la costa, corre el riesgo de convertirse en el nuevo escenario de la propaganda separatista, chillona e invasiva. La bandera azul de la playa de Llafranch (Gerona) se defiende a través de una gestión integral de los residuos que, ante el descuido y la complicidad municipal, improvisan algunos vecinos, comprometidos con la única enseña que les da de comer, azul para más señas económicas. El pasado domingo, una buena señora se enfrentó en solitario a los que un día dijeron que las calles eran suyas y que ahora, estructurados como CDR, migran en chancletas hacia la costa. «Las playas siempre serán nuestras», dicen mientras clavan en la arena sus propias banderas, cruces amarillas que pretenden ser la expresión de una conquista territorial y, también, una señal de bienvenida a quienes de aquí a septiembre se van a bañar en un contenedor de odio.

Los 893 heridos de tirita y agua oxigenada que dejó el 1-O no dan para montar un martirologio en condiciones, pero media docena de presos son palabras mayores y carne de aquelarre para el nacionalismo. Quim Torra recorre las estaciones del viacrucis, de Estremera a Soto del Real, y los CDR tiñen de amarillo una Cataluña cuya señalización se traslada ahora a las playas. Desde la Diada de hace seis años, la obsesión visual del separatismo lo ha llevado a apostar por la inmersión de Cataluña en un lenguaje de colores y símbolos, muy primario y exportable, que impregna el terreno que le gana al mar de la ley. Que en su propia playa, recién barnizada, aparezca una señora levantando el campamento penitenciario entre aplausos de los bañistas es la señal, igualmente básica e inteligible, de que aquello no es como lo habían pintado.

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