Ole, maestro

Da gusto escuchar a Sabina soltando cuatro verdades

Luis Ventoso

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No hay artista más ecuménico en España que Joaquín Ramón Martínez Sabina, ubetense de 68 años bien baqueteados, hijo de comisario de policía y artesano de las metáforas perfectas. Callejero y culto. Pillo y cabal. Vitriólico y sentimental. Comunista que ya no lo es, de infancia carmelita y salesiana. Cuenta con adoradores de todos las edades, ámbitos e ideologías. He visto a ejecutivos del Ibex en plan karaoke copero, cantando sus versos con el fervor de quien frasea una prédica de un culto gamberro y lírico. O a chavales que podrían ser sus nietos aclamándolo como un héroe en el Royal Albert Hall de Londres. Me acuerdo de mi amiguete Manolo Corral, hombre morsa de baño diario en las aguas de impresión de Riazor, que lo clona con tal maestría que el mismísimo Pancho Varona lo invistió con el Bombín de Honor en un curioso concurso de imitadores. No soy muy sabiniano –mis gustos musicales transitan por otros derroteros, ni mejores ni peores, distintos–, pero sé que para mucha gente sus letras y su voz de esparto suponen una terapia, que los sujeta cuando ya nada funciona .

Solo he visto dos veces a Sabina, una de cerca y otra a lo lejos. La primera vez fue en el cambio de siglo en Madrid. Pasaban las cinco de la mañana. La noche todavía no me aburría hasta el bostezo y siempre parecía albergar expectativas. Una amiga y yo nos estábamos corriendo una buena parranda y nos entró el hambre. Acabamos en un garito que servía espaguetis casi hasta el alba. Allá estaba Sabina, ante una mesa de mantel rojo y blanco. Ajeno a los náufragos noctívagos y a la mujer que lo acompañaba, el poeta leía un libro, tan absorto y ajeno como si estuviese plantado en la Biblioteca Nacional. Me encantó su libérrima indiferencia.

Luego le dio aquel jamacuco del verano de 2001, que casi lo reúne con Elvis. El susto lo obligó a aparcar los trujas y las evasiones escocesas y colombianas. Un cambio de vida drástico tras lustros sin horarios y de presunta inmortalidad insomne. Al echar el freno le entró la depre. Normal. Pero remontó. Volvió a componer discos fabulosos y regresó al ruedo, mermado y al tiempo entero. La segunda vez que lo vi fue este año en el Royal Albert Hall. Evocó sus años de exilio setentero en Londres, "cuando cantaba en restaurantes inmundos y fui squatter antes de que se inventase la palabra okupa". Vestía el bombín reglamentario y uno de esos trajes suyos, un poco chaplinescos. Se sujetaba un brazo y se recogía en un taburete cuando flaqueaban las fuerzas. Las mermas estaban allí, pero defendió su cancionero con fiereza, como esos viejos defensas centrales que saben mantener la posición cuando la cintura ya chirría. Arrasó.

Sabina está de vuelta de todo. Pero hay cosas que no soporta. Por ejemplo que se maltrate a su país. Lo dijo ayer, con esa valentía tan ausente entre sus pares: "Estoy radicalmente en contra de que alguien quiera hacer una patria pequeñita teniendo una tan grande". Puso verde al nacionalismo fanático y denunció lo inaceptable: "Tengo amigos allí que ya no pueden opinar libremente por sentirse españoles".

Da gusto escuchar al maestro largando cuatro verdades. Las que hay que decir y tantos callan.

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