¿Inexplicable?

Todavía colea la pregunta de cómo llegó al poder

Luis Ventoso

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La pregunta sigue ahí, intrigando a los estudiosos: ¿Cómo pudo ese hombre, un histrión, llegar al poder de una nación tan preeminente? Parecía imposible. Solo un par de años antes de que asumiese el mando, periodistas e intelectuales liberales muy inteligentes -o que se tenían por tales- lo despreciaban tachándolo de «gorila rugiente». También daban por sentado que el buen juicio del pueblo frenaría su crecida. Pero la resaca de la gran crisis había mudado el ánimo de la nación. Comenzó a calar un cierto desprecio de la razón. «La gente» estaba cansada de pensar y prefería el prejuicio a la reflexión. Querían acción y descansar sus problemas sobre los hombros de un líder fuerte. Los más afectados por los cambios económicos comenzaron a cuestionar las bondades de una democracia que no estaba mejorando sus vidas cotidianas; un sistema dotado de políticos melifluos, de tono correcto, pero poco resolutivos. Masas enteras de votantes orillados por el establishment reaccionaron contra la globalización, acusaron a extranjeros y refugiados de robarles sus empleos y hasta se comenzó a hablar de levantar muros para protegerse de vecinos pobres.

En ese clima de crisis y dudas emergió un outsider, el hombre nuevo que dijo por fin lo que la gente deseaba escuchar. Cultivó un nacionalismo retumbante, pero enormemente seductor para unos ciudadanos heridos en su orgullo. Buscó chivos expiatorios de otras razas y pueblos. Despreció a expertos e intelectuales, a los que acusó de mentir y ofrecer noticias faltas, y simuló aliarse con el hombre de la calle. Como tantos ignorantes antes que él, alardeó de que no tenía nada que aprender y presumió de intuición natural y experiencia. En realidad el nuevo líder melodramatizaba los problemas y mentía constantemente. Pero era un ser tan enamorado de su propio yo que todo lo que emanaba de sus labios, cierto o falso, sonaba enormemente convincente para gran parte de su pueblo, que simplemente se entregó a él.

Como es obvio, todo lo anterior se refiere a la crecida de Hitler en 1933, tras la quema del Reichstag, y lo explica estupendamente en su nuevo libro el historiador estadounidense Benjamin Carter Hett. Por supuesto no vamos a caer en la hipérbole de equiparar a Hitler con Trump, pues como bien apuntó Marx, la historia se repite, pero primero como tragedia y después como farsa. Ay, y sin embargo... Nunca deberían darse por ganadas las libertades y la democracia, ni olvidar su fragilidad. Por fortuna, y a diferencia de la República de Weimar, los padres de la Constitución de EE.UU. fueron genios visionarios a la hora de diseñar un sistema de controles y contrapesos. Washington, Morris, Madison, Franklin... aquellos constituyentes sabían que existen hombres torticeros y lo tuvieron presente en su texto, algo que no supo prever Weimar. Desde sus luces del siglo XVIII, ellos son quienes todavía evitan que un egotista superficial y caprichoso pueda completar un desastre. Porque aunque Sánchez, Iglesias y Rivera todavía no lo saben, los buenos pilares institucionales sostienen los países y no urge cambiarlos como si fuesen colecciones de Zara.

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