Editorial ABC

Independencia, ni a plazos ni nunca

España quedaría en muy mal lugar si creyese que el acobardamiento demostrado ayer por Puigdemont es un paso atrás creíble. El daño a nuestra legalidad y a la convivencia está hecho

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Los juegos de palabras para dar por declarada de modo implícito o diferido la independencia de Cataluña, y a renglón seguido suspender sus efectos de modo explícito y sine die, son un ejercicio de cinismo que en poco o nada hace variar el órdago separatista. Puigdemont protagonizó ayer un espectáculo grotesco que concluyó con acusaciones de «traidor» en las calles de Barcelona, a las que la Generalitat había inoculado el virus separatista con tanto sectarismo que anoche no tuvieron más remedio que acoger con decepción la enésima trampa de su presidente. Intentó arreglar su imagen improvisando una especie de documento, sin validez jurídica alguna, pasándolo a la firma en un pasillo en el que algunos diputados fundaban una república. Patético. Puigdemont ya actúa a la desesperada con una sinrazón fuera de todo código comprensible. Carece de toda credibilidad tanto ante el Estado con el que pretende iniciar tarde y mal una falsa negociación, como ante los catalanes separatistas. Todo responde a un engaño masivo que concluirá con Puigdemont sumido en la irrelevancia política y adornando con sus mentiras las peores letras de la historia de Cataluña.

El intento de Puigdemont de desviar la responsabilidad última de lo que ocurra a Rajoy es indecente. Lo que planteó ayer ante el Parlament sigue siendo un inaceptable chantaje al Estado y al principio de legalidad. Y el Estado tiene la obligación de no aceptar chantajes, no aceptar mediaciones que tiendan a conculcar el verdadero espíritu de nuestra democracia, y no aceptar ni hoy ni nunca una declaración unilateral de independencia impuesta por la fuerza de un golpe institucional. Puigdemont no ha reculado . Solo pretende prolongar su propia agonía de un modo espurio e indigno, tratando de recabar una legitimidad internacional que no existe salvo en sus delirios. Declarar una independencia indefinida y dejarla en suspenso es la solución de un trilero que ha calculado muy mal el coste de poner en almoneda la unidad nacional y llevar a Cataluña a una ruina económica de consecuencias desconocidas. Por muy en suspenso que queden los efectos de su independencia virtual, sí se produjo la declaración de una ilegalidad flagrante, y debe tener consecuencias demoledoras para Puigdemont y para el núcleo de fanáticos manipuladores de la realidad que le rodean. Por eso, el presidente del Gobierno, los partidos constitucionalistas y las instituciones del Estado deben demostrar que no están inermes frente a un golpe de Estado retransmitido en vivo y en directo a todo el mundo. España, como nación, quedaría en muy mal lugar si creyese que el acobardamiento demostrado ayer por Puigdemont es un paso atrás creíble. El daño a nuestra legalidad y a la convivencia está hecho.

La independencia no se negocia. No se puede dialogar con secesionistas que recurren a la sedición y a la rebeldía frente a las leyes como moneda de cambio, y no es aceptable ceder desde ningún punto de vista porque todo lo ocurrido es, jurídicamente, una patada al tablero constitucional. Es un desprecio a la voluntad de la inmensa mayoría de los españoles plasmada en la Carta Magna, y una agresión a la concordia entre los catalanes, y entre estos y el resto de los españoles. Ni por asomo puede interpretarse la decisión de Puigdemont como un ejercicio de generosidad. Muy al contrario, es una fase más de su desafío para abrir fisuras entre el PP, el PSOE y Ciudadanos. Es un absurdo empecinamiento en una sedición de libro por mucho que pretenda dilatarse para buscar soluciones sin haber rectificado. Es la perpetuación de una conducta castigada por el Código Penal.

No cabe otra opción que desdeñar sus genéricas ofertas de «diálogo» sin antes retornar a la legalidad, y ningún partido debe creer semejante falacia. Y no cabe más alternativa que la Fiscalía , o los jueces por la vía de la ejecución de sus sentencias, suspendan con urgencia a Puigdemont en sus funciones, lo inhabiliten para el ejercicio de cualquier función pública para la que ya está claramente deslegitimado, y en su caso sea puesto a disposición judicial para responder de su golpe. Porque todo es ilegal y no se puede dar validez a una ley suspendida por el TC, ni a un referéndum sin garantías, ni a una declaración diferida de independencia, hay que poner fin a esa ilegalidad. La aplicación del artículo 155 se convierte en una solución imprescindible, a la espera de que Cataluña pueda celebrar unas elecciones con nuevos líderes y nuevos mensajes cuando se den las condiciones. Hoy no se dan porque la herida está abierta. Cataluña no puede seguir en manos de dirigentes tan incapaces porque ni un solo catalán se merece que se abuse más de su paciencia, ni ser sometido a este ridículo institucional.

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