Luis Ventoso - VIDAS EJEMPLARES

Hallelujah

Palabras precisas, oraciones altas, mujeres hermosas, trajes perfectos

Luis Ventoso
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Leonard Cohen era un feo que resultaba guapo y un depresivo abonado al humor, capaz de salir ileso del arriesgado ejercicio de la autocrítica. «Tuve una infancia bastante mesiánica», bromeaba sobre su crianza en Montreal. No mentía: su abuelo materno era un sapientísimo sabio talmúdico. La familia, inmigrantes judíos de burguesía cómoda, habían sufragado la sinagoga local (el niño Leonard dormía en el piso de arriba). Su padre poseía un negocio de confección. Lo perdió a los nueve años y se ancló en un mundo de mujeres, siempre el mejor posible.

Dicen –y cada vez lo creo más– que las líneas de la vida quedan marcadas en la infancia. De la niñez burguesa de Cohen brota su aprecio perenne por un terno bien cortado, que ha de secundarse con el oportuno fedora.

También de allá viene su adoración por las mujeres, su enganche con la guitarra de palo, que le enseñó un gitano español, y su veneración de la palabra exacta. Leonard, siempre el nieto del rabino, sabía que las palabras curan y que además son el engarce para humillarnos ante quien nos medirá en la hora que a él lo alcanzó el lunes, muy dulcemente, en su casa de Los Angeles, con 82 años y tras una última perla de humor negro. Hace un mes anunció a su manera que se moría: «Espero que no sea muy incómodo». Pero luego lo desmintió diciendo que había «exagerado».

Un cálculo procaz, pero probablemente atinado, sostiene que la mayoría de los hombres firmarían «por haber sido un testículo de Leonard Cohen». Se alude así a su magnetismo con las mujeres. Una habilidad trabajada. En «I’m your man» reconocía que haría «cualquier cosa» por ganarse a su amante. Hubo muchas. Marianne, con su inocencia blonda y escandinava, mientras el sol de la isla de Hidra hacía estallar micras de hielo en los huesos del judío de Montreal. La hermosísima Suzanne, madre de sus dos hijos. La cantante Joni Mitchell, que se tomaba a coña su tremendismo pasional. Rebecca de Mornay, barbie de Hollywood que floreó el otoño del galán (y que cuando voló lo sumió en una depre que lo recluyó cuatro años como monje zen, allá en un convento de un monte californiano). «Mi reputación de mujeriego es un chiste de mal gusto, que me hizo reír en las diez mil noches que dormí solo», protesta Leonard, en realidad haciendo otro chiste. «¡Enamorarse de mí no es un picnic!», farfulla.

Tuvo un amigo, Roshi, un rechoncho maestro zen japonés. Se murió en 2014, con 107 años, entre sombras de un pasado de ligoteo con sus discípulas. Quién sabe… En las noches de estío de las serranías de Mont Baldy, Leonard y Roshi se sentaba a la fresca en el porche de una cabaña. Con esa sencillez entre sabia y tontorrona de ciertos gurús budistas, Roshi lo animaba a que escribiese «canciones sobre grillos». Luego, colocados con coñac francés Courvoisier, competían en lírica para insectos ortópteros. Un gran amigo. Con eso se curó Leonard del pánico de vivir, antes parcheado con pastillas. Luego bajó del templo y resultó, ay, que su contable y ex amante lo había desplumado.

A los 74 volvió a la carretera para cubrir el pufo. Arrasó. En la era de la bobería digital quedaban multitudes que querían escuchar las verdades –y las mentiras– del corazón.

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