Luis Ventoso

Glorioso aislamiento

La resaca del cataclismo de 2008 es el abono de demagogos

Luis Ventoso
CORRESPONSAL EN LONDRES Actualizado: Guardar
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En 2008 el mundo pinchó. Por una descompensación entre la deuda de Occidente y los excedentes de ahorro asiáticos y por la economía-ficción que capitaneó EE.UU. (consumo insostenible sustentado a crédito). Aunque está de moda despellejar a la UE, el cataclismo estalló al otro lado del charco. La industria financiera estadounidense fomentó la concesión de hipotecas a familias que manifiestamente no podían devolverlas. Esos créditos basura se envolvían en un bonito papel de regalo, los derivados, basados en ecuaciones de matemáticos alquimistas, ininteligibles para los propios jefes de los bancos. Una vez bien empaquetados, los créditos hediondos se revendían con éxito. Lo financiero había cobrado vida propia, se había despegado de la ramplona y anticuada economía real. Mientras la escalada de los precios continuase, esa respetable pirámide de Ponzi aguantaría.

Pero en agosto de 2007 la burbuja inmobiliaria reventó, causando una terrible crisis bancaria. Había empezado la Gran Recesión, en la que en cierto modo seguimos.

La crisis provocada por un atracón de deuda se ha parcheado con más deuda (los aplaudidos «manguerazos»). El paciente vuelve a caminar. Todos jugamos a engañarnos un poquito, proclamando con voluntarismo que el problema está superado. No es cierto. El paciente nunca ha vuelto a correr como antes de 2007. Entre el gran público, que es cabal y nunca estúpido, como pretenden déspotas ilustrados como Iglesias y Rivera, ha quedado clara una idea: «Por primera vez los hijos vivirán peor que sus padres». Esa es la herida abierta que ha dejado la crisis.

Una catástrofe económica siempre tiene reflejo político. La postración y el desconcierto del crack de 1929 sirvieron de fermento para los dogmas nacionalista, comunista y nazi, que llevaron al horror de la II Guerra Mundial. Pero como decía Marx, la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa. La Gran Recesión de 2008 también es abono de demagogos, pero esta vez no son letales –por ahora–, aunque sí dañinos. Los llaman «populismos» y los une la tentación del espléndido aislamiento. «Nosotros primero». Refugiarse en el terruño, cerrar las puertas, exagerar tu grandeza y desconfiar del comercio, el cosmopolitismo y el liberalismo. Tal es el nexo de una tropa tan variopinta como Trump, los brexiters, Le Pen, los separatistas de Escocia y Cataluña y los comunistas de Syriza y Podemos (cuyo líder, un provocador que es un orate en economía, abomina de la UE y por supuesto detesta la globalización).

Luego, claro, resulta que el espléndido aislamiento no funciona. Cuando te topas con la realidad, o te pegas un tiro en un pie por puro fanatismo, como los separatistas, o inicias una disimulada cambiada ( véase la carta de ayer de May a la UE, suspirando por un acuerdo comercial). Los demagogos juegan a los experimentos con gaseosa, entre aplausos del comentarismo hooligan y de personas honestas desconcertadas por la crisis. El laboratorio queda destrozado. Al final llegan con la escoba los de siempre: moderados que respetan el Estado de derecho, apoyan la economía abierta y no invaden el yo ajeno con ingeniería social tuitera, chusca y de tufo totalitario.

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