David Gistau - Lluvia ácida

Funeral

Ha cundido la desazón por el hecho de que Castro se haya ido «de rositas», salvado de un final a lo Ceaucescu

David Gistau
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Los dictadores que mueren dócilmente en la cama, lo tengan o no todo atado y bien atado, provocan a veces una enorme frustración en quienes ansiaron deponerlos. E, incluso, en quienes fantasean con hacerlo décadas después, enfurruñados porque el destino no les dio la oportunidad y eso hubiera que compensarlo descabalgando estatuas. Es una patología que en España conocemos bien. Ha provocado la obsesión de la izquierda, sobre todo de la anacrónica cuyo estado mental no está acompasado con el temporal, por construir una máquina del tiempo con la que viajar a frentes obsoletos en los que corregir las derrotas dinásticas. Hasta Kirk Douglas, cuando una película de mi adolescencia lo colocó en Pearl Harbour la víspera del ataque a los mandos de un portaaviones nuclear, terminó negándose a intervenir por la futilidad del propósito de cambiar la historia.

Esa frustración corre el riesgo de prosperar entre la oposición a la dictadura castrista. Lo mismo entre los detractores de salón que entre los verdaderos resistentes que pasaron por la cárcel, se pudren aún en la claustrofobia de la isla o hubieron de exiliarse y en cualquier caso se encontraron con sus vidas despojadas por reconstruir. Entre éstos, hay quienes no atienden tanto al hecho de cómo murió Castro, sino a la desaparición, por fin, de uno de los dos impedimentos biológicos por los cuales la generación de Sierra Maestra mantiene el sentido patrimonial del fracaso cubano y posterga cualquier atisbo de transición a la española. Si para que ésta se produzca y surja un Suárez entre quienes no combatieron en la sierra había que esperar a que murieran por sus propios medios los Castro, ya sólo queda uno, de 85 años y menos inspirador para los rapsodas hechizados por ese culto a Polifemo que tiene los componentes masoquistas de un «vivan las caenas» tropical: «Comandante, ¡mándame parar!».

Entre otros sí ha cundido la desazón por el hecho de que Castro se haya ido «de rositas», salvado por su propia muerte de un final a lo Ceaucescu. Las tertulias españolas debatían ayer si el ex-Rey nuestro, contemporáneo de Castro, debía o no acudir a su funeral en representación española. Es curioso que esto se debata ahora después de décadas de fluidas relaciones bilaterales –salvo alguna tensión diplomática esporádica– entre los dos países y de convivencias en las numerosas cumbres iberoamericanas organizadas por España y en las que Don Juan Carlos coincidió con Castro sin que a nadie se le ocurriera pensar que debía, o no ir, o aprovechar la oportunidad para darle una patada de kárate letal. Esto de ahora suena a primer síntoma de voluntad a destiempo de deponer a un sátrapa ya muerto: lo del mozo de estoques y Despeñaperros. O sea, aislar a Castro cuando Castro está muerto y de lo que se trata es de jugar un papel en la salida cubana hacia su transición.

Es obligado terminar esto manifestando uno que no ubica las dictaduras de coartada roja en un plano moral distinto de las de coartada parda.

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