Frontera

El anciano fue sucumbiendo a un olvido paulatino, apartado por su propio partido

David Gistau

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Año 2037. Un coche se dispone a cruzar la frontera entre Francia y España por la Junquera. En el asiento del copiloto viaja un anciano alopécico que todas las mañanas, ante el espejo, igual que los amputados sienten su «miembro fantasma», aún cree poder peinarse aquella frondosa cabellera de la juventud que a él le gustaba hacerse cortar a la manera de los Beatles . Mientras el coche aguarda su turno para pasar en una cola compuesta por familias de veraneantes, el anciano ve la bandera española y el escudo de la Guardia Civil impreso en la puerta de un Patrol. Aún se siente violentado por esa visión que resume el fracaso de su existencia.

Está nervioso. Después de tantos años de destierro, se da cuenta de que un agente veterano lo podría reconocer y esposarlo allí mismo, con las caras de los niños franceses, atónitas, pegadas a los cristales de sus coches. Menudo espectáculo. Está todo prescrito, se dice. Por otra parte, es improbable que nadie lo reconozca. Esto al anciano le cuesta admitirlo. Casi preferiría una detención y una llegada masiva de unidades móviles porque ello demostraría la vigencia de su antigua fama. Pero el anciano sabe que no será así, que fue sucumbiendo a un olvido paulatino, apartado por su propio partido como una herramienta inútil y desdeñado por ese antojadizo periodismo que encontró juguetes nuevos con los que divertirse. El anciano tuvo vocación de prócer, de emancipador de pueblos, de estatua en un parque. Pero terminó siendo una estrella fugaz, como un ganador cualquiera del «Gran hermano». Ese rencor lo ha mascado durante todos los años en los cuales, de forma gradual, le iban quedando más y más asientos vacíos en las conferencias por la causa que dictaba. Llegado un momento, hasta Assange lo bloqueó en el wasap .

El viaje hasta Gerona no es largo. El anciano se pone melancólico cuando descubre que las cosas, los paisajes, al mismo tiempo le suenan y le parecen cambiados. Veinte años han pasado por ellos, veinte años constituyen la desubicación de sus recuerdos. Llega a la ciudad y no puede evitar acordarse de cuando hacía entradas de presidente en un Audi blindado, con la banderita fetén en el frontal, con la escolta, con el aire todo de personaje haciendo historia. También se acuerda del último paseo que dio por esas calles, recién declarada la independencia, con los «segadores» aún candentes en los labios, jaleado por la multitud, abrazado, admirado, ¡hosanna! Ahora baja del coche y no lo reconoce nadie. Pasea y no lo reconoce nadie. Ha comenzado a suplicar interiormente un arresto en público. Entra en el bar donde solía desayunar y allí sí lo reconoce, aunque no enseguida, el camarero de siempre, anciano también, que barre el suelo. Le pregunta qué ha hecho todos estos años y Puigdemont se acuerda, no sabría decir por qué, de lo que el gángster Noodles de «Érase una vez en América» responde cuando regresa después de veinte años fugado y le hacen esa misma pregunta: «Acostarme temprano».

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación