EDITORIAL ABC

Felipe VI y el renacimiento de Cataluña

Fue claro el Monarca en el reconocimiento del sentimiento nacional español que ha aflorado en estos meses de desafío separatista, con raíces muy hondas, «mucho más de lo que nos podíamos imaginar»

Felipe VI EFE

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El Rey dejó abierta la puerta a una nueva etapa que únicamente llegará sin enfrentamientos ni exclusiones. El discurso de Su Majestad el Rey Felipe VI el 3 de octubre pasado fue el hito que marcó el inicio de la reacción del Estado ante el proceso de separación unilateral de Cataluña y estableció el umbral de la respuesta institucional frente a lo que entonces calificó como «una deslealtad inadmisible» de los dirigentes nacionalistas. Fue tal el impacto de ese discurso en la opinión pública y en la acción posterior del Gobierno, que no en vano los separatistas han querido manipular los resultados del 21-D como un plebiscito a varias bandas, entre ellas, la del papel del Monarca en la crisis constitucional en Cataluña. Si de plebiscito se tratara, los separatistas lo habrían perdido, porque sus votos no superan el 48 por ciento. Pero, en todo caso, ni el Rey, ni el Estado, ni la Constitución, ni el imperio de la Ley estaban sometidos al resultado de las elecciones. Precisamente la superioridad de todos estos valores políticos frente a las coyunturas electorales es lo que identifica a España como una Monarquía parlamentaria y un Estado de Derecho. Ni en sus mejores sueños un separatista podría aspirar a que dos millones de votantes pusieran en jaque la fortaleza del Estado.

El Mensaje de Navidad que ayer dirigió el Rey a la Nación reiteró la apología de España que ya se contenía en su discurso del 3-O. Don Felipe no dejó de referirse a los grandes desafíos del país -empleo, desigualdad, terrorismo, corrupción, medio ambiente y violencia contra la mujer-, pero hizo de Cataluña el eje de sus palabras, no sin antes apelar a las virtudes de la democracia y de la Nación españolas. Como Jefe del Estado y titular de la Corona, Felipe VI habló sin compromisos políticos, ni apremios electorales, por encima de las contingencias partidistas, que es lo que le permite simbolizar la unidad y permanencia del Estado. Su apología de España consistió en una relación de los méritos de nuestro país, como democracia, como sociedad, como realidad histórica, plural y unida, como país europeo, moderno y avanzado. Una España «inspirada en una irrenunciable voluntad de concordia».

Fue claro el Monarca en el reconocimiento del sentimiento nacional español que ha aflorado en estos meses de desafío separatista, con raíces muy hondas, «mucho más de lo que nos podíamos imaginar». Es cierto. La agresión separatista despertó una España que, de pronto, se reconfiguró como algo más que esa legítima, pero efímera, manifestación colectiva por los éxitos deportivos de nuestras selecciones nacionales. El sentimiento español se ha manifestado como una renovada voluntad política de organización social y territorial. Además, la adhesión de una buena parte de la izquierda a este sentir social de lo español -expresado en el uso generalizado de la bandera constitucional- es una esperanza para encarar los futuros retos con una unidad similar a la que hizo posible el pacto de 1978.

El Rey fue igualmente inequívoco al vincular el respeto a la ley con la garantía de nuestros valores democráticos y, por esto mismo, dejó abierta la puerta a una nueva etapa en Cataluña, a la vista de la mayoría secesionista en el Parlamento catalán. Una nueva etapa que únicamente llegará sin enfrentamientos ni exclusiones, que «solo generan discordia, incertidumbre, desánimo y empobrecimiento moral, cívico y económico» y que debe dar lugar al renacimiento de «la confianza, el prestigio y la mejor imagen de Cataluña». Sólo la ofuscación del nacionalismo puede negar a estas palabras una voluntad sincera de integración, que ha sido siempre el signo distintivo de la actitud de la Corona hacia Cataluña.

De nuevo, la propuesta de Felipe VI sobre Cataluña sitúa la solución a la deslealtad nacionalista en los parámetros de diálogo, lealtad y confianza que habían permitido a los catalanes gozar de su más amplio y duradero régimen de autogobierno. Pero también en el respeto a la legalidad. Es el mismo régimen de autogobierno que los catalanes han visto intervenido por el Estado central, no por un afán recentralizador del Gobierno o del Senado, sino como consecuencia inevitable del empeño separatista en romper las reglas del juego constitucional. Tan clara como la voluntad de reconducir la situación a un terreno de diálogo y de acuerdos debe ser la firmeza de no tolerar nuevas vulneraciones del orden constitucional. La mayoría parlamentaria secesionista en Cataluña no significa un aval para quebrar la Constitución, cuya estructura institucional ha funcionado eficazmente para evitar la ruptura de la unidad nacional. Tras estos mensajes se expresa el profundo arraigo apartidista e histórico de la Corona con la Nación española y, particularmente, con Cataluña, de nuevo destinataria de la atención preferente del Monarca.

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