En defensa de los venezolanos

«Los venezolanos que huyen son víctimas; hacen lo que haría cualquiera de nosotros en su lugar»

Madura, durante un acto en Caracas (Venezuela) REUTERS

ÁLVARO VARGAS LLOSA

Cualquier grupo humano –familia, comunidad, país– que se ve súbitamente expuesto al contacto con forasteros, con los «otros», tiende a colocarse a la defensiva, proyectando sobre esa presencia extraña sus propios demonios, de tal modo que ella pasa a ser culpable de sus problemas. Es la razón por la cual la inmigración alimenta las ideologías xenófobas.

En algunos países, el rechazo al inmigrante está empezando a cebarse en los venezolanos, que a medida que su país se deshace van buscado cobijo en América Latina, Estados Unidos y España.

Casi cinco millones de venezolanos han huido de las consecuencias espeluznantes del chavismo. Como en el caso de Cuba hace décadas, las primeras olas de emigrantes provenían de clases medias y altas; muchos eran profesionales, gracias a lo cual industrias como la petrolera se beneficiaron en otros países de la contratación de ejecutivos preparados. Luego, también como en Cuba, la diáspora se «democratizó», abarcando todos los grupos sociales. El exilio se empezó a confundir con el refugio: la frontera entre lo primero, que es más bien político, y lo segundo, que tiene un cariz humanitario, se difuminó.

Sucedió algo más: la masificación acelerada de la diáspora. Las fronteras venezolanas se llenaron de cientos de miles de seres que protagonizaban escenas dantescas en su intento por pasar del otro lado, en Colombia, Brasil, en menor medida Guyana o, por mar, Aruba y Trinidad y Tobago. Más de medio millón de venezolanos han ingresado para quedarse en Colombia y en varias localidades fronterizas los servicios se han visto desbordados. En el caso de Brasil, ya representan el 10 por ciento de la población de Boa Vista y las autoridades han militarizado parte de la frontera. En Lima o Madrid es imposible moverse por la ciudad sin toparse con ellos; en el sur de la Florida suman ya cientos de miles.

En muchos de estos lugares se alzan voces que piden poner coto al ingreso de venezolanos. En algunos países, como Panamá, la hostilidad contra ellos impregna el debate público y en otros, como el Perú, esa discusión empieza a insinuarse. En Colombia Juan Manuel Santos ya pide ayuda internacional, en parte porque cree que la necesita y en parte porque ve venir conflictos peligrosos si el ingreso de venezolanos continúa al ritmo que va. La postura firme del llamado Grupo de Lima contra Caracas de cara a la farsa electoral organizada para reelegir a Nicolás Maduro el 22 de abril tiene que ver con el pánico a que la consolidación definitiva de la dictadura, y por tanto del drama social que allí se vive, provoque el éxodo de varios millones de venezolanos más.

Sería una muy cruel ironía que, enfrentados al ingreso de tantos venezolanos que abandonan su país por desesperación, los países democráticos que hoy repudian por vía diplomática el populismo nacionalista del chavismo acaben haciendo suya una de las peores variantes del populismo nacionalista: el odio al «otro». Van a ser necesarias buenas dosis de coraje y lucidez por parte de gobiernos y líderes de opinión de países receptores para neutralizar un sentimiento xenófobo que empieza a notarse y que cuenta con mucho espacio para crecer si tomamos en cuenta que la tragedia venezolana no tiene ninguna solución en el corto plazo.

Los venezolanos que huyen son víctimas; hacen lo que haría cualquiera de nosotros en su lugar. No están movidos por el deseo de invadir a nadie ni quitarle el trabajo a nadie, ni por el afán de vivir a costa de un Estado ajeno: sólo por la necesidad de no perecer, el más primordial de los instintos.

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