Ignacio Camacho

Cuestión de proporciones

Tiene razón Mariano Rajoy: el Estado de Derecho parece a menudo «lento, tímido y desconcertado» frente al desafío, la desobediencia, la chulería y el engaño

Ignacio Camacho

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Tiene razón Mariano Rajoy: el Estado de Derecho parece a menudo «lento, tímido y desconcertado» frente al desafío, la desobediencia, la chulería y el engaño. No sólo lo parece: lo es, y no sólo porque las imprescindibles garantías exigen dilatados ritmos burocráticos, sino porque falta diligencia para afrontar los asuntos más ingratos. En el conflicto de Cataluña, sin ir más lejos, las instituciones nacionales llevan demasiado tiempo sin comparecer y cuando se han decidido lo han hecho con apocamiento, exceso de cautela y mucho retraso. Precisamente por eso muchos ciudadanos desconfían de que esta vez la energía prometida por el presidente no vuelva a llegar tarde, enredada en el galimatías jurídico de los plazos. Y sospechan que el Gobierno delega en los tribunales para eludir o amortiguar el coste de cumplir con un deber espinoso y problemático.

La aparición presidencial de ayer era necesaria para disipar siquiera en parte este ambiente desconfiado. La última vez que se enfrentó a un riesgo estructural severo, el del rescate de la economía, Rajoy utilizó su tradicional táctica pasiva para conjurarlo. Tuvo éxito, pero jugaba con la ventaja de que la UE estaba de parte y no en contra del Estado. La repetición de esa estrategia quietista ante la rebelión institucional catalana sólo podría conducir al fracaso. El primer ministro comprometió ayer su palabra, su credibilidad y hasta su honor en la defensa de la legalidad democrática por todos los medios a su alcance –«sin renunciar a nada»–, y lo hizo con plena conciencia de que en pocos días, quizá horas, se va a ver obligado a demostrarlo.

Pocas oportunidades más favorables tendrá el Gabinete para ejercer la autoridad democrática sin remordimientos. Por un lado, la vergonzosa manifestación de finales de agosto dejó en la opinión pública española un sabor amargo de desafecto, de deslealtad ventajista, de falta de respeto. Por otro, el espectáculo bolivariano del miércoles, con los soberanistas violentando a la vista de todos las reglas de su propio Parlamento, ha zarandeado la conciencia de los catalanes más distantes o escépticos. En ese delirante bochorno quedó expuesto sin tapujos el carácter antidemocrático del plan de ruptura, su ausencia de escrúpulos políticos y éticos.

Si no tuviese ya bastante respaldo en el orden constitucional, ese doble desplante hostil ha cargado de razones al Gobierno. Tiene consenso parlamentario y, sobre todo, social, para actuar sin más limitaciones que las del Derecho. Es su obligación, además: un imperativo categórico que no admite cuestionamiento. Puede y debe graduar la respuesta, adaptarla «con mesura y proporcionalidad» a las circunstancias y los momentos. Pero la proporción del desafío es tan desmesurada que no es posible ya permitir que vaya más lejos. Y cuanto más tarden las medidas para ponerle remedio, más difícil será que tengan efecto.

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