Ignacio Camacho - Una raya en el agua

El comunismo disecado

Castro convirtió Cuba en una cárcel cuyos presos sufrían la tortura mental de ser declarados libres. Libres sin libertad

Ignacio Camacho
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Respeto: la muerte no se celebra, ni siquiera la de los tiranos. Deja que se alegren si acaso sus víctimas: los presos, los disidentes, los exiliados. Las familias de los inocentes que mandó ejecutar o encerrar, la gente misma de un pueblo enjaulado que hoy ni siquiera se atreverá a cuchichear su esperanza porque el régimen sigue vivo y el miedo no cesa de hacer su trabajo. Para los demás no hay nada que festejar. Primero porque nunca lo merece la desaparición de un ser humano. Y después porque Fidel ha muerto, como Franco, en el poder y en su cama, y eso no significa más que el testimonio de un fracaso.

El juicio histórico no lo absolverá, como predijo con su narcisista arrogancia de aventurero; hace tiempo que lo había condenado.

El mundo giró su eje en otro ángulo y lo convirtió en una estatua ideológica, en una momia simbólica. Apenas habría sido más que el patético vestigio de una tragedia, la reliquia fósil de una distopía macabra, si no hubiese tomado como rehén a un país entero para someterlo al cruel experimento de una resistencia petrificada. Se empeñó en crionizar un comunismo póstumo mediante una impostura heroica; era su gente la que sufría –aislamiento, cárcel, miseria, delaciones: el manual dramático y asfixiante de las dictaduras– aherrojada bajo la carga de una mitología despótica. La retórica irreductible de la victoria o la muerte fue el pretexto criminal que hizo de Cuba una prisión donde los reclusos eran –son todavía– sometidos a la tortura psicológica de ser declarados dignos y libres. Libres sin democracia, libres sin expresión, libres sin comida, libres sin movimiento, libres sin futuro. Libres sin libertad.

En esa mazmorra gigante y siniestra, Castro construyó un parque temático de su quimera vencida. Se enrocó en el tiempo como un galápago del Caribe, envuelto en la fantasmagoría de un patriarcado indomable. No era más que un sátrapa funesto y lúgubre, un ególatra iluminado, pero contaba con la complicidad moral de una izquierda agarrada con sentimiento de superioridad a la contumacia de sus errores. El sedicente progresismo le concedió impunidad y despenalizó su brutal yugo con el tratamiento frívolo de un icono estético. Desde hoy lo embalsamarán en camisetas reivindicativas, carteles y chapas solaperas para lucir en la próxima performance revolucionaria; esa épica del tiempo no vivido con que los tardocomunistas aderezan el bucle de su falsificada nostalgia.

Sin esa complicidad irresponsable, ajena al sufrimiento de una nación secuestrada, el mito castrista jamás habría cuajado más allá de su delirio otoñal, bananero, a contraviento de la Historia. La incógnita de este momento es la de cuánto durará el intento funerario de disecar políticamente su memoria. La sociedad abierta habrá fracasado mientras el sintagma "Cuba libre" siga siendo el nombre de una bebida que ni siquiera está de moda.

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