Mi casa es mi castillo

El Estado y los monopolios de internet laminan la intimidad

Luis Ventoso

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No todos los héroes de la humanidad son guerreros o estadistas. Los abogados también han cambiado el mundo y pocos han contribuido tanto a moldear nuestras libertades como el inglés Edward Coke , muerto en 1634, con 82 años. El anciano galopaba a 30 kilómetros de su mansión cuando se cayó del caballo, accidente que lo dejó con un pie en la barca de Caronte, como encajó con humor: «Tengo una enfermedad que todas las drogas de Asia, todo el oro de África y todos los doctores de Europa no pueden curar: la edad».

Coke, un abogado que fue juez y más tarde parlamentario, es recordado por una cita: «La casa de un inglés es para él como su castillo». Pero su enorme influencia en nuestro mundo va más allá. Con su ciencia jurídica dobló la mano al absolutista Carlos I. Su golpe maestro fue la Petition of Right , uno de los tres grandes documentos del constitucionalismo inglés. Cuando se aprobó, el 7 de junio de 1628, se festejó en las villas de Inglaterra con fuegos y repicar de campanas. No es para menos, pues Coke había logrado establecer los derechos y libertades de los «ingleses libres»: no más impuestos al capricho del Rey y sin aprobación del Parlamento; habeas corpus (fin de las detenciones arbitrarias); prohibido obligar a los ciudadanos a alojar soldados en su casa contra su voluntad, y adiós a la aplicación de la ley marcial a civiles. La legendaria Constitución estadounidense de 1787 debe mucho a aquel extraordinario inglés.

«Mi casa es mi castillo». Me acuerdo de Coke ante el creciente afán de los estados por hurgar en la cocina de los ciudadanos libres. El viernes, por ejemplo, nuestro Gobierno aprobó un bienintencionado Plan Contra las Adicciones, que acertadamente aborda problemas como el alcoholismo en menores o la adicción a los sedantes. También luchará contra el enganche a internet, los videojuegos y el juego en red. A priori, todo correcto. Pero es otro indicio de la tendencia del Estado a acogotar nuestra privacidad . Me atrevo a lanzar una humilde queja libertaria. Si un individuo mayor de edad quiere pasarse el día en su casa aplatanadado frente al ordenador, ¿quién es el Estado para regañarle? Lo mismo si le apetece tirarse horas con los videojuegos, o si le gusta evadirse dándole al morapio, o gastarse su dinero –suyo, no del Estado– en el juego online. Los españoles consumen casi cuatro horas de televisión al día. ¿Sano? No parece. Entonces, ¿va el Estado a poner a parir a esos ciudadanos y darles terapia? ¿Meterá también mano a los que dilapidan las tardes dominicales enganchados a los carruseles del fútbol radiofónico? ¿Y esa peña que en la cuarentena les da por los maratones? ¿No ponen en riesgo su salud? ¿A qué espera el Estado para decomisarles las zapatillas?

Encaramos una ola de neopuritanismo y control del individuo. Por una banda nos acosa el Estado. Por la otra, los gigantescos monopolios de internet, que conocen nuestra intimidad y gustos mejor que nuestras parejas y encima se lucran con ellos (amén de anular el pensamiento crítico sirviendo al usuario solo aquello que refrenda sus puntos de vista, en vez de confrontarlo a ideas que lo desafían). ¡Qué sir Edward Coke nos pille confesados!

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