Ardan todos

No es sor Juana Inés de la Cruz menos misógina que Luis de Góngora o que Francisco de Quevedo

Gabriel Albiac

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Hace ya muchos años -yo era aún un profesor lo bastante joven para sorprenderme-, andaba comentando en clase esos pasajes en los que un griego escribió, por primera vez, la palabra «filósofo»: evocaba la primacía de algo, en lo cual su autor decía haber hallado el origen y determinación de toda cosa. A ese algo, Heráclito lo llamaba Pólemos, «la guerra» . De ese algo, enunciaba que es padre y origen del señorío como de la esclavitud. Leído a dos mil quinientos años de distancia, el aforismo resulta conmovedor. Estremece meditar en el prodigio de cómo un hombre del lejano Éfeso podía vaticinar así la historia trágica de la especie. Una de mis alumnas intervino: «Pero eso lo escribía porque era un hombre». No entendí, al principio. «Bueno, una lagartija no era», comenté, festivo . En su mirada se dibujó un reproche: «No quería decir eso». Y comprendí que no estaba haciendo un chiste. Podía haber explicado entonces -no tuve humor para hacerlo- que las mujeres no tenían, en la Grecia de Heráclito, plena condición ciudadana; que su estatus se acercaba más al de animales domésticos: así habla el Sócrates platónico acerca de su esposa, Xantipa. La universalidad humana nace con el cristianismo y no logra soporte legal pleno hasta la segunda mitad del siglo XX.

Conviene siempre saber de qué se habla. Y, en efecto, las ideólogas de Comisiones Obreras que señalan el falocentrismo en la cultura occidental no yerran. Sólo se quedan cortas. Su propuesta de abolir los libros de estirpe masculina puede ser comprensible. Pero no lo es, en modo alguno, la pretensión de quemar sólo un lote de autores en el curso del tiempo. No hay retroactividad en la historia. Proponer, como ellas hacen, la supresión de ciertos poemas de Pablo Neruda y de todas las obras de Marías y Pérez Reverte, podrá ser una iniciativa onanista más o menos agradable para ciertas cabezas. Pero carece de fundamento poner a salvo el resto de las obras escritas. Incluidas aquellas que lo fueron por mujeres: porque el sexo (no el género) de quien escribe en nada modifica las lógicas ni los sentidos de lo escrito. George Sand no es ni más ni menos falócrata que Gustave Flaubert. No es sor Juana Inés de la Cruz menos misógina que Luis de Góngora o que Francisco de Quevedo . Ni Emilia Pardo Bazán es ni más ni menos masculina que Jacinto Benavente. Ni el erotismo de Dominique Aury es un átomo menos fálico que el de André Pieyre de Mandiargues.

No se puede jugar con dos barajas. Si alguien juzga que una lengua y un inconsciente masculino generan literatura sexualmente delictiva, lo único que puede planificar es algo en lo que tiene memorable precedente: la quema nazi de las bibliotecas centroeuropeas. Y su correlato plástico: la quema nazi de las obras de arte «degeneradas». No sólo las del siglo XX, también Uccello, Caravaggio o Policleto. La Ilíada, con la cual la literatura nace en Europa, arranca de la ofensa que un guerrero juzga imperdonable: la sustracción de ese botín de guerra que era su esclava Criseida. Sófocles es el catálogo de amargura que la desmesura femenina hace estallar como tragedia. Platón, Aristóteles, pero también el gran Epicuro o el tardío Plotino, hablan la lengua en la cual no hay areté, excelencia, más que entre los varones. ¿Píndaro? A la hoguera, sin duda: sólo canta a guerreros y vencedores olímpicos…

El pasado es inamovible. Censurarlo es censurar nuestra inteligencia. Que consiste en saber qué es lo que fuimos. Nos guste o no nos guste. Ardan todos.

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