Anna en la pelu

Asombra que estadistas como la cupera mangoneasen hasta ayer a los catalanes

Luis Ventoso

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Los románticos incurables observábamos a Anna Gabriel , gallarda en los fastos libertarios de octubre, y nos venía a la mente una versión borroka, morenocha y algo potolilla de la musa de «La Libertad guiando al pueblo», el celebérrimo cuadro de Delacroix sobre el levantamiento de París de 1830. Anna es hija de familia minera andaluza emigrada a Cataluña, de la CNT de siempre. Ella mantuvo esa querencia iconoclasta, pero se hizo separatista, como tantos acomplejados que intentan encajar en un entorno hostil abrazando el nacionalismo pata negra (para protegerme de la xenofobia me hago xenófoba). Ya en la cuarentena, padecía un acusado síndrome de Peter Pan . Estética de okupa púber, con camisetas superpuestas, vaqueros ajados y un flequillo delineado a hachazos (creación capilar de aquellas diputadas pro etarrillas de ceño siempre iracundo, apodadas « Las Nekane »). Anna, audaz, libérrima, sorprendió al mundo proclamando que lo de tener padres es una antigualla, a los hijos debe criarlos «la tribu», la comuna. «El modelo tradicional tiende a convertir a niñas y niños en conservadores». Anna era valiente. Le daba sopas con honda a Rosa Luxemburgo. Se tronchaba de risa en los días del golpe, mientras exigía airada al locuelo Puigdemont que pisase el acelerador hasta el final. El Estado español era una reliquia paleolítica, remota, incapaz de salir del sopor y poner diques a semejante ola de libertad.

Pero nuestros rebeldes guardan un alma secreta de funcionarios, porque se han criado en una nación de buen vivir, la España del siglo XXI. Había otra Gabriel, muy convencional : licenciada en Derecho, profe en la Autónoma de Barcelona, diputada, amante devota de su familia andaluza y murciana. Una ácrata tan burguesa que hasta tenía pareja estable y -¡horror!- masculina. Las semanas iban pasando. Anna se percató de que el jefe del golpe, Junqueras, seguía recibiendo el rancho en un hostal del Estado. Entonces le entró el tembleque e hizo un Puigdemont. El mundo es enorme. Podría haberse refugiado en el edén bolivariano de Nicolás, destino acorde a su ideología. Pero no la motivó la perspectiva del desabastecimiento, ni el riesgo de que te desgracien el físico en un atraco. Así que se fue a la pelu, abdicó del flequillo cortado a motosierra y se acantonó en Ginebra , meca de la banca suiza y una de las cinco ciudades más caras del planeta. Un lugar de orden y lujoso muermo, a orillas del hermoso lago Lemán y con montañas nevadas al fondo.

Anna ha hecho un capitán Araña («embarquémonos y váyanse»); como Rull, Turull, Forcadell, Romeva, Torrent, Rovira, los evadidos belgas... Todos se amilanaron tras descubrir que no habían estado jugando a la Play, como creían, sino que sus actos delictivos tenían unas inevitables consecuencias penales. Un elenco estrafalario y berlanguiano. En realidad, inaudito. Pasma que estadistas del caché de la cupera ginebrina mangoneasen hasta ayer el destino de los catalanes. El pueblo del seny secuestrado por una tropa antisistema. Anna disfruta del lago Lemán, mientras Cataluña ve volar a sus empresas. El procés. Qué maravilla. Ya hemos descubierto para qué ha servido. Para cambiarse de peinado.

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