CÁDIZ

Y SE HIZO ARRECIFE

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Como a todo barco gaditano, al Adriano III le hubiera gustado ser galera romana, galeón de indias con la sentina apestando a especias de otros mundos o incluso barco pirata. O navío de línea como los que salieron de su muelle hace tiempo camino de la locura de Trafalgar con los tres puentes llenos de arena mojada esparcida para no resbalarse con la sangre, o acaso un barco científico e irse a ver el otro lado del mundo y ponerse los horizontes por montera. O rompehielos en el Ártico, o ballenero doblando el Cabo en los Cuarenta Rugientes. Pero nació panzón, alto y con una misión menor: hacer de autobús de línea marino y bambolearse de un lado a otro de la Bahía, entre Cádiz y El Puerto. En lugar de cañones y carronadas llevaba en la cubierta banquitos en los que se sentaban gentes amables. En los días de temporal, al bueno de Adriano ni le dejaban salir al mar a jugarse la proa y zurrarse con un levante de siete flechas, que hubiera sido su manera de saborear la gloria en las mañanas de temporal, cuando se tenía que quedar amarrado en su castigo. Con todo, en su manera de mecerse tenía algo de todos los barcos que le gustaría haber sido y que él mismo llevaba dentro, de alguna manera, por herencia genética, como llevan todos los barcos de ese muelle, aunque hubiera nacido en la época equivocada. Llevaba este barco dentro un algo que lo hacía grande, por eso tenía hasta mote, aunque fuera un apodo casi de peluche: le decían El Vaporcito. Por eso los hombres del mar le hacían canciones que se tarareaban acompañadas con repiqueteos de nudillos en los timones desde Matxitxako hasta Espartel. Le quedaba vaya usted a saber cuánto. Menos de lo que merecía. Algún día, no muy tarde lo apartarían de su ir y venir por la Bahía y pondrían en su lugar algún engendro más moderno, más ecológico, más de hoy. Hasta la última de esas cuadernas sabían en su crujir lastimoso sobre la mar de fondo que pronto tocarían a retirada. Y antes de que le dieran la puñetera pensión, se quitó la vida. El martes se hundió en el muelle y dejó la conciencia sentimental de un pueblo entero encallada a cuatro metros bajo las aguas, a un trís de la escalera del muelle en la que soltó a sus últimos pasajeros sanos y salvos. Porque los barcos de leyenda no se jubilan y él no pintaba nada comido por el óxido en un cementerio marino, roído por la sal en algún dique lejano en el que alguien, de vez en cuando, le dijera al pasar: «Mira, qué pena del Vaporcito». Los barcos grandes se hunden a lo grande, por eso Adriano se hizo arrecife, al fin.