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Turlon

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Nacido en Padova, Ferdinando Turlon, tenía la complexión de un aparador de tres puertas. Más ancho que largo. Me lo enviaron desde Ginebra, en calidad de asistente, si bien, al conocerlo, comprendí que lo enviaban como guardaespaldas. Tosco como el esparto, nunca había salido de Italia, y viajar desde el Véneto al Lazio, ya le infligía el castigo de sentirse un transterrado. Aún así, se acomodó con cierta agilidad a vivir en Mogadiscio. Hijo de un carnicero, pronto maravilló a los somalíes con sus habilidades en el sacrificio de dromedarios y en su apañado despiece, artes aprendidas voluntariamente, no habiendo querido su padre que heredara su oficio. Melindroso en el comer, boca mimada, hubo de acostumbrarse a masticar las ácidas carnes magras de dromedario momificado.

Aquel Hércules, pronto comprendió que la laboriosidad ejemplar de los vénetos en nada se asemejaba a la de los somalíes. Entendió que el broncazo volcánico no tenía allí valor disuasorio, y poco a poco, desplegó ciertas artes de la diplomacia testimonial, con mayor éxito. Al llamarlo, respondía siempre con un sonoro '¡Ecco mi qua!', un '¡Héteme aquí!', casi bramado, seguido de un brinco de muñeco mecánico que reaccionaba con gesto de Arlequín saltimbanqui. Aunque hiciera tres horas que se hubiere acostado, con más de mil kilómetros de viaje en las posaderas, se incorporaba a la faena con una admirable diligencia. Mil kilómetros de desierto pedregoso cegador. Los soberbios zarandeos debían paliarse ciñendo una faja reforzada, en bien de las lumbares. Aquellos vetustos Land Rover tenían suspensión de ballestas. Cimarrones.

Era tal su pundonor, su determinación, tal la pasión con la que arrostraba aquellos palizones, que su ejemplo llegó a permear en los demás conductores nativos, si bien a estos había que motivarlos comprándoles un mazo de 'kaz', una bebida de cola, y un paquete de cigarrillos 'Benson & Hedges', ningún otro, para que esta mezcla alucinógena, explosiva para un cristiano, les mantuviera despabilados, con ojos de lechuza atenta a la rodada. El gota a gota de mis sermones, y el afecto y admiración que se granjeó entre nuestros empleados, le hicieron comprender que haber nacido en Italia, haber estudiado en un instituto en Venecia, y haber comido como el emperador Heliogábalo toda su vida, le convertían en un rareza antropológica. Ferdinando aportó a aquella agridulce y apasionante epopeya, el mensaje de la pasión por el trabajo, la épica honradez, la abnegada entrega y el empeño por hacer las cosas bien. Empezó haciéndolas pensando en sí y terminó haciéndolas pensando en el bien de los demás. La apasionada emoción por el trabajo ennoblece y el rácano absentismo denigra.