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Lunes, 10 de julio de 2006
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OPINIÓN
Editorial
El Papa y la familia
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La primera visita de Benedicto XVI a España ha discurrido con la armonía propia de una sociedad madura y, en buena medida, por las actitudes y mensajes del Pontífice cargados de serenidad. El hecho de que la organización del viaje corriera a cargo de diversas asociaciones confesionales de carácter conservador -desde el Opus Dei a los neocatecomunales-, hacían pensar que su visita fuera beligerante con determinadas reformas sociales emprendidas por el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero. No ha sido así y el Santo Padre, con mayor altura de miras, ha querido, sin abdicar ni un ápice de sus principios, hacer de su visita una ocasión de concordia y comprensión. El Pontífice rechazó expresamente centrarse «en los elementos negativos» y convirtió sus críticas en una discreta «invitación a la reflexión» dirigida genéricamente «a los gobernantes». También la discreción del Gobierno, pese a ciertos gestos más oportunistas que oportunos -respondidos con poco acierto por el portavoz vaticano- ayudó a que el viaje haya sido un éxito. De hecho, Rodríguez Zapatero, Fue recibido protocolariamente junto a su esposa por el Papa en una breve audiencia que resultó, según fuentes oficiales, mucho más cordial de lo previsto. Incluso al final del encuentro se sumó la vicepresidenta Fernández de la Vega, encargada de coordinar las relaciones del Gobierno con la Iglesia católica.

Es seguro que el concepto de la familia como iglesia doméstica no será interiorizado por buena parte del poder político en el Gobierno actualmente, ni tampoco por una parte importante de una sociedad tan secularizada ya como la española. Pero sí lo será por otra igualmente numerosa e influyente; motivo por el que la feliz conclusión de esta breve visita debiera servir de punto de partida de una mejora sensible en las relaciones de nuestro Ejecutivo con la Iglesia Católica, que han de moverse en la doble evidencia de las profundas raíces cristianas de la sociedad española pero también de la moralidad de una mayoría muy significativa de ciudadanos laicos. Y, en este aspecto, está claro que el modelo de familia tradicional -en cuanto que único e insustituible- defendido con vehemencia por el Santo Padre choca con las reformas legales sobre la familia vigentes en España. Diferencias que el Gobierno puede fácilmente evitar que terminen en colisión.

La familia no vive exclusivamente de los principios, sino que precisa de una atención concreta en el orden social y civil que es reclamada también por la Iglesia católica. Pero el olvido de los poderes públicos respecto a la familia, a la que no corresponde un solo epígrafe en los Presupuestos Generales del Estado o una legislación específica para la familia numerosa, es evidente. Pese a que el Estado español dedica considerable atención a prestaciones sociales en enseñanza, sanidad o jubilación, cuyos destinatarios no dejan de ser en el fondo miembros de familias, aún estamos muy lejos de conseguir el nivel de protección que otros países de nuestro entorno, con sociedades mucho más secularizadas, brindan a una institución que sigue siendo, indiscutiblemente, el sostén principal de todo nuestro tejido social.



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