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Domingo, 2 de julio de 2006
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SOCIEDAD
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Vacaciones de tortura
A los adictos al trabajo, el 6 % de las plantillas, el verano les supone un calvario de sentimientos de culpabilidad
Vacaciones  de tortura
EXCUSAS. Acumular vacaciones es la principal excusa para no tomar los días libres.
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Angustia y zozobra, y esas ganas tan grandes de llorar. Arcadas secas de pánico y aguijonazos de desconsuelo. «Simplemente -dice Pablo-, me sentía perdido». Un nudo en el estómago que le sobrecogía cada noche, cuando, pasadas las once, los vigilantes le «echaban a la calle porque tenían que cerrar el edificio», ése al que Pablo no llegaba jamás después de las ocho de la mañana, sino mas bien antes, cada día un poco antes... Y es que volver al despacho le proporcionaba el subidón que le acompañaba cada jornada interminable para luego dejarle huérfano cada fin de etapa cuando le esperaba siempre, como los vigilantes, siempre sin falta, la depresión. Esa angustia que sobrellevaba pensando que siete horas, y de sueño, no son tantas. Un descanso invadido por la culpabilidad, esa maldita inquietud de que algo se había quedado sin hacer.

«Empecé a beber güisquis a deshoras». Sin duda, es un hombre de éxito. Treinta y cuatro años, casado y con un hijo de doce meses al que nunca vio despierto. De lunes a viernes, jornadas de 15 horas en su puesto directivo -área de finanzas y contabilidad- de una multinacional de high tech, «y los sábados, domingos y festivos... bueno... siempre quedaba algo por hacer». Veinte personas a su cargo y un sueldo de 120.000 euros. Y casi un mes de vacaciones como todo quisque que siempre se apañaba para aplazar, «porque estábamos en unos momentos delicados por la fusión; porque si todos se iban, quién se iba a encargar de esas llamadas de Estados Unidos y, además, si había fuego...» ¿Y si venían los indios! Pablo se creyó indispensable. Un día llegó a casa, como siempre raspando la medianoche, y se encontró algo inesperado: sus maletas en la puerta, y un mensaje, «Vete a vivir al trabajo».

Cuando se arrastró hasta la consulta del psicólogo Iñaki Piñuel, presentaba un cuadro de síndrome de fatiga crónica -sobre todo sufría de un intenso dolor de espalda-. La culpabilidad le carcomía, todo le parecía mal y se sentía, según sus palabras, «permanentemente encabronado». «Había llegado a tal punto -dice su terapeuta- que la única alternativa que le quedaba era cambiar de empresa». Y cambió. No tuvo ningún problema en encontrar un nuevo trabajo. Pasó de la multinacional de alta tecnología a una empresa pública -sector energético-, donde empezó con buen pie, casi en régimen funcionarial en cuestion de horarios, pero rápidamente empezó a coger carrerilla y a llegar más temprano y a salir un poco más tarde... Piñuel hurgó en su interior y halló gran déficit de autoestima, con un padre muy severo y crítico, y una madre muy blanda, «lo que generó desde siempre en él la sensación de tener que estar compitiendo, de demostrar a los demás que sí valía. Luego estaba esa introversión... Tal era la carencia de amigos, que cuando comenzó la terapia hubo que bucear en su infancia para recuperar alguna de aquellas amistades colegiales. Y así supo que el trabajo era su forma de huir de aquellos conflictos que nunca había solucionado».

Hoy hace una vida casi «normal», su mujer no le ha abandonado e incluso su hijo le ve a él. El próximo mes, por fin, tomará vacaciones ¿y todas las que le corresponden por un año de trabajo! Pablo se marcha a una casa de la costa alicantina donde su psicólogo le ha fijado como objetivo terapéutico conectar con tres grupos de personas que no conozca de antemano. Todo un reto, y también un gran sufrimiento. Además, se ha comprometido a no llevarse ni el móvil ni el portátil (al que también está enganchado), un tándem que le permite estar conectado 24 horas a la oficina. La mujer, testigo y víctima, vigilará el cumplimiento de su compromiso. «Porque los adictos -recuerda Piñuel- mienten más que hablan». Y no hay que fiarse.

En Japón, precisamente porque no se fían, y donde el karoshi (muerte por exceso de trabajo) causa estragos, el Gobierno se ha visto en la necesidad de legislar la obligatoriedad de que todos los ciudadanos se tomen por precepto quince días de vacaciones al año. En China, el guolaosi (karoshi en mandarín) tiene en su punto de mira a millones de personas -hasta hace dos décadas con trabajo, cobijo y alimento garantizado hasta el fin de sus vidas-, y que ahora están en peligro por agotamiento acumulado al tratar de no perder el ritmo frenético de la economía asiática. Porque ya nadie regala nada. «Pero no hay excusa que valga, ni en China ni en ningún otro lado, para acumular vacaciones, uno de los síntomas inequívocos del workahólico», subraya Piñuel. «Hay que desterrar las bondades de esta adicción respetable frente a otras adicciones reprobables a sustancias estupefacientes, a la nicotina... Estar enganchado al trabajo no puede gozar de prestigio social, no puede ser un piropo decir de alguien que murió trabajando. Porque el workaholismo es un patrón de comportamiento que busca con la sobrecarga de trabajo autoinducida ocultar problemas psicológicos internos no resueltos, generalmente el narcisismo o la falta de autoestima, sentimientos de inadecuación o falta de habilidades sociales».

Aunque en España todavía no cunde la especie de caer definitivamente reventados a pie de ordenador -que casos ya se dan- el estrés, los ataques de ansiedad, parejas al garete y otros descalabros van en aumento. Entre los 30 y los 50 años, según explica el psicólogo Miguel Silveira, autor de Estrategias para vivir mejor (Alba Editorial), «se da el mayor pico de adictos, indistintamente entre hombres y mujeres, y con mayor profusión en las clases burguesas». Como prevención recomienda «tener tiempo libre, sin teléfono móvil, y sin que salgan a relucir los temas de trabajo, donde las relaciones personales y familiares sean protagonistas absolutas, y aprender a disfrutar no haciendo nada. Es un entrenamiento con miras al futuro: para los adictos también hay jubilación y con ella la ruina total porque sin trabajo sus vidas no tienen sentido».

Y, por supuesto, insiste Silveira, hay que tomar vacaciones, «aunque tengan que ser cortas y muy bien estructuradas, llenas de actividades programadas, porque si no baja el nivel de adrenalina, el cuerpo protesta, y el adicto enferma, con síntomas de catarro, alguna infección, agotamiento, insomnio... Y acaban encamados».

El psiquiatra Enrique González Duro los ha tratado clínicamente. Cuenta cómo le «llegan en la última fase: además, enganchados al alcohol o las drogas, paranoides y disfuncionales, de tal manera que a pesar de que se esfuercen más, su rendimiento es menor, por eso hasta acaban siendo despedidos. Al principio todo iba bien: rendían mucho, ganaban mucho, y la familia, encantada. Pero eso tiene un límite y la curva ascendente empieza a declinar en picado. Entonces, la única solución -asegura el autor de El riesgo de vivir (Temas de Hoy)- es aceptar un empleo de inferior categoría, y eso es lo más duro. Los que han salido adelante es porque han tenido la suficiente humildad y el apoyo de la familia -si aún la tienen- para dedicarse a un trabajo más racional».

Un panorama funesto al que pone la nota de color una investigación de la Universidad de Lousiana Tech, con la que el profesor Jonathan Schwarts ha llegado a la conclusión de que los adictos al trabajo son los mejores amantes, por puro mecanismo de compensación: menos tiempo, más intensidad. Pero luego, avisa, que nadie espere más de ellos.



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