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Lunes, 26 de junio de 2006
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CULTURA
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Ojalá que te vaya bonito
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La muerte de Rocío Jurado pone fin a meses de agonía, de angustia, de dolor, de especulaciones sobre su estado de salud. Una enfermedad que ella ha llevado con una entereza digna elogio, quizá porque acostumbrada como estaba a la lucha diaria, este era un reto del que quería salir airosa a toda costa pues en ello le iba la vida.

Dicen quiénes han estado con ella que se negó en rotundo a tomar sedantes que pudieran paliar su estado de ansiedad ante lo desconocido, porque no quería que la hora final le llegara sin que ella se diera cuenta, sin que pudiera despedirse de sus seres más queridos, de todas y cada de aquellas personas que han permanecido a su lado desde que el médico le detectó el cáncer de páncreas. La misma enfermedad que padeció su madre, y que ella conocía

Bien, aunque siempre mantuvo la esperanza de poder vencerla porque es mucho lo que la medicina ha avanzado mucho en este terreno. De ahí que no dudara en irse a Houston, un centro donde gastan miles de millones en investigación, o en volver a Madrid cuando ya las fuerzas comenzaron a fallarle, consciente de que ya nada podía hacer por detener las manecillas del reloj que lentamente marcaban sus ultimas horas.

Mucha gente se ha preguntado por qué la familia optó por llevarla a su casa de la Moraleja en vez de dejarla en el hospital de Monte Príncipe. Sencillamente porque era ella la que quería vivir rodeada de sus recuerdos, de sus fotografías, de todo lo que ha configurado su mundo hasta la hora final.

Con Rocío Jurado se va no sólo la mejor cantante de copla este país sino una mujer excepcional. Una mujer que utilizó su fama para ayudar a los suyos, a los que quería con todos sus cinco sentidos, para darles un mejor nivel de vida. Nunca se le subió a la cabeza y prueba de ello es que quiénes la conocimos, la respetamos. Nunca podré olvidar la última vez que estuve en su casa de La Moraleja, nunca tantas y tantas horas de charla de mujer a mujer, momentos en los que se despojaba de todo lo superfluo que rodea a las estrellas y se mostraba tal cuál era, en carne mortal. Recuerdo como lo pasó de mal cuando se paró de Carrasco, no sólo porque ponía fin a una relación en la que había puesto mucho, sino porque Rocío no sabía lo que era entrar sola en un restaurante, ir a una fiesta si a su lado no iba su marido.

Recuerdo también con que pasión hablaba de Ortega Cano, al principio de su relación, del hombre y del torero, ya que la base de ese amor fue la admiración mutua, pese a que fueron muchos los que apostaron por el fracaso de un matrimonio que se ha demostrado sólido como una roca. Ha sido ejemplar el comportamiento del diestro en estos largos meses, durante los cuáles no se ha separado del lado de su Rocío ni un solo minuto, y eso que había momentos en que le resultaba difícil mantener el tipo ante una mujer que lo preguntaba todo, que quería saberlo todo, cuanto le quedaba de vida que composición tenía cada pastilla que le daban. Ortega ha sido para Rocío su tabla de salvación, lo mismo que su hija, lo mismo que sus hermanos.

La muerte de Rocío me ha dejado helado el corazón, pero la Jurado, como a ella le gustaba que le llamasen, forma ya parte de la Historia, con mayúscula, de un país que si bien es cierto que le gusta encumbrar a la gente también lo es que le gusta derribar mitos.

Ojalá que en este su último viaje en-cuentre ese túnel lleno de luz que conduce a la paz final, ojalá que en este su nuevo caminar, le vaya bonito.



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