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Sábado, 17 de junio de 2006
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CULTURA
RETROSPECTIVA
Billy Wilder
La sensibilidad y la ácida crítica social de sus películas hacen que su obra siga vigente en el centenario de su nacimiento
Billy Wilder
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Besaría el suelo por donde pisas si vivieras en un barrio más limpio», le dijo un día Billy Wilder a su mujer, siendo todavía novios, al despedirla a la puerta de su casa.

La ironía por principio y hasta el final de sus días, como demuestra Fernando Trueba con ésta y otras anécdotas en el documental ¿Gracias, Mr. Wilder!, realizado por el cineasta español como homenaje al director de El crepúsculo de los dioses en el centenario de su nacimiento -22 de junio- y relatado a modo de divertido dietario del hombre de quien, al recoger Trueba el Oscar por Belle Époque, afirmó ante millones de telespectadores: «Daría gracias a Dios por este premio, pero sólo creo en Billy Wilder». Se cuenta que cuando Wilder oyó esto, sentado plácidamente en su sillón, comentó con sarcasmo a su esposa: «Mándale a ese señor la factura de la tintorería de nuestra alfombra».

Europa, Europa

Samuel Wilder -su auténtico nombre aunque su madre lo americanizó llamándolo Billie sin saber que en los Estados Unidos éste era un nombre de mujer- nació el 22 de junio de 1906 en la localidad austriaca de Sucha, hoy perteneciente a Polonia, en el seno de una acaudalada familia judía. Este hecho marcaría más tarde su vida de manera decisiva cuando, tras la ascensión del nazismo y el incendio del Reischtag, en febrero de 1933, tomó la decisión de abandonar Berlín huyendo del horror para, tras un breve paso por París, desembarcar en el cine norteamericano.

Allí encontró pronto acomodo en el grupo de creadores centroeuropeos que, como Fritz Lang, Robert Siodmak, Otto Preminger o Max Ophuls, habían convertido su desarraigo en inspiración y la ida hacia el nuevo mundo en una vuelta a la creatividad y a las viejas libertades que, por aquel entonces, se habían perdido en Europa bajo la bota de hierro de las dictaduras y el militarismo.

Sin embargo, tiempo atrás, aquel joven periodista austriaco recién llegado de Viena a la inquieta Berlín de 1926 demostraría pronto su vocación de guionista y ambición de artista. Se relata -quizás no sea cierto pero sí suena a verdadero- cómo el joven Wilder vendió su primer guión en mitad de un divertido cuento. Cuando la hija de su casera berlinesa lo despertó en plena noche para pedirle que ocultara a su amante de las iras de su novio, Billie descubrió que el tipo que entraba a la carrera y a medio vestir en su habitación era el presidente de la empresa Maxim Films. Cuando, ya repuesto de su amorosa fuga y recompuesto en su vestimenta, éste le preguntó si tenía por ahí un calzador, el joven Billie respondió con desparpajo: «No sólo tengo calzador, también tengo un guión de cine».

Nostalgia de Europa

Tras convertirse en poco tiempo en uno de los guionistas más afamados de Alemania, hubo de cambiar la sonrisa de sus comedias por la más triste de las despedidas. De hecho, la nostalgia de Europa fue siempre una constante en la obra de Billy Wilder -ya en Estados Unidos volvería a cambiar su nombre al descubrir el error de su madre- perceptible en títulos como Uno, dos, tres, de 1961, donde James Cagney bombardea con sus palabras y gestos un Berlín ya dividido, o el París al que viaja Audrey Hepburn, protagonista de Sabrina, para mejorar su educación y modales. Ciudad que años más tarde recrearía en estudio para la encantadora comedia de situaciones Irma la Dulce, con Shirley MacLaine y Jack Lemmon repitiendo la inolvidable pareja de El apartamento, una de sus películas más brillantes y cargadas de desencanto.

Sin olvidar la luminosa Italia a la que viaja Lemmon para recoger el cadáver de su padre en ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (Avanti) o la palpable presencia del dinero y el aroma alemán en su misteriosa película crepuscular de 1978, Fedora. Esta mirada nostálgica hacia Europa aporta a los personajes y argumentos de Wilder el nutriente intelectual y cultural tan escaso en los Estados Unidos que le permite armar sus historias con la fuerza de la tradición y la serena poesía del viejo mundo. Un territorio de sensatez, distante y distinto al Hollywood mercantilista que con el paso del tiempo cada vez entendería menos.

El juego de Hollywood

Inteligente en la búsqueda de compañía, Wilder se unió al guionista Charles Brackett en 1938 -años después, a finales de los cincuenta, cambiaría esta unión por la de otro excelente guionista, I.A.L. Diamond- para la escritura de La octava mujer de Barba Azul, que habría de dirigir el maestro berlinés Ernst Lubitsch. Así, su trabajo como guionista, continuado más tarde en Ninotchka, también del mismo director, y afianzado en 1941 con Bola de fuego, una dulce comedia dirigida por Howard Hawks, se convirtió para aquel aprendiz de director en el pupitre mejor situado ante la pizarra del talento ajeno.

Alumno aventajado, Wilder demostró pronto su versatilidad para abordar diferentes géneros e historias, su habilidad para manejar las claves de la comedia, su afilada ironía para el retrato social y su compasiva mirada hacia los personajes del desencanto y la derrota. Como ejemplo, las luminosas aristas de su primer filme noire basado en una novela de James M. Cain, Perdición, de 1944, donde asistimos a la fractura emocional y destrucción moral de un agente de seguros -Fred MacMurray- manipulado por una volcánica mujer de hielo -Bárbara Stanwyck- para convertirlo en cómplice y ejecutor del asesinato de su marido.

Aún más descriptiva de esta honda mirada sobre la piel del fracaso resulta su obra maestra El crepúsculo de los dioses, de 1950. La voz grave de la memoria flota boca abajo -signo de extinción inevitable- en la piscina de un mundo donde los años pesan cuando simplemente pasan. La vieja estrella de Hollywood, Norma Desmond -distinción y distancia en la actriz Gloria Swanson- arrastrará en su caída y locura a un atribulado guionista hasta acabar con éste de espaldas al cielo después de hacerle vivir un auténtico infierno. La evocación del cine clásico se consuma con la presencia de Erich Von Stroheim, director maldito en el complaciente paraíso de los viejos grandes estudios.

La falsedad y el engaño como encrucijada moral en El gran carnaval, donde un periodista hará que se pierda una vida para encontrar un titular, dará paso a dos divertidas comedias con Marilyn Monroe: los sueños húmedos de un hombre corriente en La tentación vive arriba y la sutileza del equívoco junto a tintes de surrealismo cómico en Con faldas y a lo loco, de 1959, donde unos travestidos Jack Lemmon y Tony Curtis han de sufrir los caprichos y el ukelele de tan despampanante bombón. Wilder acabó tan extenuado y enfurecido con las veleidades y retrasos de Marilyn en aquellos rodajes que acabaría confesando: «Después de esto no puedo mirar a mi esposa sin sentir deseos de golpearla por el mero hecho de ser mujer».

Con un viraje sentimental hacia la amargura contenida en los pliegues de la sonrisa en El apartamento, de 1960, Billy Wilder inicia su etapa crepuscular, plena de brillantez expositiva y mirada renovadamente irónica. La mentira interesada de En bandeja de plata, la otra verdad sobre el detective en La vida privada de Sherlock Holmes o la nostálgica síntesis de toda su obra en el remake total que supuso Fedora, son excelentes ejemplos de su cine ejemplar.

«Nadie es perfecto», afirma un hombrecillo contumaz en la secuencia final de Con faldas y a loco al descubrir que la mujer de sus sueños es en realidad todo un hombre. Nadie excepto Dios. Y por eso, según Trueba, también Billy Wilder. Alguien en quien nunca dejaremos de creer.



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